Francisco Abundis/Latinoamérica21
Pocas frases son un comodín tan trillado para graficar la superlativa importancia de un único factor por encima de explicaciones alternativas como aquella pronunciada en los tiempos en que Bill Clinton se convirtió en el presidente de los Estados Unidos: “¡Es la economía, estúpido!”
Corría el año 1992; el presidente George Bush padre buscaba la reelección confiado en que la ola de la popularidad de su campaña militar contra Saddam Hussein en Iraq y la victoria de Occidente sobre la ex Unión Soviética, disuelta pocos años antes, sería suficiente para retener la presidencia. Eran señales claras de liderazgo político. El demócrata Bill Clinton parecía una amenaza menor. Solo que el votante norteamericano estaba lejos de preocuparse exclusivamente por la política externa o el nuevo orden global en marcha. Lo que generaba más ansiedad era su declive financiero y la reducción en calidad de vida. La elección no se definiría por ideología, triunfos militares o superioridad moral en el nuevo mundo en marcha, sino por el bolsillo de los electores. De ahí la consagración del motto “¡Es la economía, estúpido!”
En México, frente a las elecciones presidenciales que se avecinan, parecería ser necesario ajustar aquella frase que funcionó como un diagnóstico-síntesis a “¡Es la inseguridad, estúpido!”. Ello podría permitir entender de qué se pueden tratar las reacciones de los votantes en junio. La situación de inseguridad que vive el país tiene consecuencias en todos los órdenes de nuestra vida cotidiana. La medición que realiza el órgano federal de estadísticas y censos sobre inseguridad, la llamada ENSU (Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana), constituye el mejor indicador sobre las reacciones de la sociedad y cómo cambian los hábitos de la población a ese respecto. En diciembre de 2023, la última medición, el 63% de la gente exhibía una percepción aguda de inseguridad pública. Entre las mujeres más de dos tercios así lo sentían (67%). Entre hombres, poco más de la mitad (54%) compartían esas impresiones.
De acuerdo con el informe, habría existido una leve mejora en la sensación de seguridad pública. Casi seis años atrás, a principios de 2018, el record de inseguridad percibida excedía el 80% entre las mujeres y el 76% en la población general. ¿Realmente la población dice sentirse más segura? No es exactamente lo que nos transmite la cobertura noticiosa cada vez más amplia sobre distintos actos delictivos, o el ranking de indicadores internacionales como el aumento del número de homicidios por cada 100.000 habitantes que ponen a México a la cabeza.
¿Tal vez debemos interpretar esa mejora solamente como fruto de las peculiaridades metodológicas a la hora de hacer la medición, esto es, resultado de las circunstancias de inseguridad que forzaron a los encuestadores en general a dejar de tomar el pulso en muchos lugares dada su condición de peligro para los propios profesionales y reemplazar esos locales de riesgo por otros donde la vida no estuviera bajo amenaza?
Como en tantos otros lugares, en México existen mapas de riesgo, pero en muchas regiones son muy cambiantes. En estados como Tamaulipas pueden cambiar radicalmente en pocos días. Hay lugares como el estado de Guerrero donde estos mapas son más estables. Sin embargo, esto no mejora la situación ni el propósito profesional de los investigadores, que es justamente obtener una medición fidedigna, completa y fehaciente de los estados anímicos de los ciudadanos, como la sensación de inseguridad. El porcentaje de casillas que se substituyen al realizar la ENSU por los entrevistadores del instituto de censos (del 10 a 20 por ciento dependiendo del estado) nos puede dar una idea de la magnitud del fenómeno de la inseguridad, recordando que esa encuesta solo se aplica en áreas urbanas (75 ciudades) consultando a casi 28.000 hogares.
La capilaridad de ese sentido de inseguridad tiene consecuencias sobre el proceso electoral, en particular sobre la participación. La percepción de riesgo disminuye los niveles de participación en una elección. Dada la intensidad con la que se manifiesta en ciertos estados, esa incertidumbre es capaz de inmiscuirse en los guarismos finales de las elecciones estatales, municipales o distritales a nivel federal y local.
La violencia que se reporta en los medios de comunicación puede aumentar las percepciones de inseguridad. El gatillo puede ser procesos de violencia generalizada o eventos particulares como los atentados u homicidios de figuras públicas locales. No es raro que estos últimos exacerben en el ciudadano su percepción de vulnerabilidad. En esa lógica, si una personalidad pública puede ser sujeta de un atentado o un homicidio, un ciudadano común está aún más expuesto.
¿Serán las elecciones influenciadas por la inseguridad? No hay dudas. La verdadera pregunta no es si las impresiones de victimización potencial o real tendrán algún efecto sobre la elección. El interrogante crítico es saber la definitiva magnitud de ese efecto. Lo más probable es que sea sobre la participación ciudadana en el proceso y con mayor abstención, todo puede pasar, subvirtiendo pronósticos y proyecciones generados a partir de supuestos de masiva concurrencia a las urnas o –al menos– en la proporción habitual de elecciones anteriores.
Aunque diferentes autoridades lo nieguen o lo reduzcan a impactos locales en vez de a nivel nacional, todo indica que los resultados de junio venidero serán fuertemente moldeados por esa sensación de vida al límite y los deseos de sobrevivencia. ¡Es la inseguridad, estúpido!
Francisco Abundis es Director de Parametría, una consultoría especializada en opinión pública. Máster en Políticas Públicas por la Universidad de Oxford en Políticas y en Asuntos Internacionales por la Universidad de Columbia. Miembro de WAPOR Latinoamérica.