Camila Cassis, Teresa Bastiani, Fabián Echegaray/Latinoamérica21
Ciudadanos bien informados y con conocimientos políticos enraizados en hechos objetivos han sido –desde siempre- una de las precondiciones para la existencia y consolidación de una democracia sólida y robusta. Por décadas, el análisis fino de las encuestas sobre cultura política constató que un capital cognitivo alto en política está asociado con mayores sentimientos de eficacia para tomar decisiones, una predisposición a comprometerse con la vida pública y un apoyo claro a la democracia por encima de alternativas autoritarias. Esas constataciones sin embargo son desafiadas en tiempos donde las fuentes de la información con base a la cual se alimenta ese conocimiento político están sujetas a manipulaciones, noticias falsas y producción de datos sintéticos a partir de herramientas de inteligencia artificial.
¿Puede ser la inteligencia artificial una palanca rumbo a una mejor representación de intereses y una manera más efectiva de gobernar y expresar preferencias de la ciudadanía? ¿o es una amenaza que arriesga distorsionar la calidad de nuestra vida pública y democrática? La tensión entre tecnología y política no es nueva y hay casos ilustrativos tanto de pronósticos alentadores como de conclusiones pesimistas.
Diferentes interpretaciones
El escándalo de Cambridge Analytica, que desnudó el impacto de las redes sociales y la big data en la manipulación de las elecciones, simbolizó el emblema de la interpretación pesimista. La elección de Donald Trump y el Brexit de Europa por parte del Reino Unido fueron sus consecuencias. Sin irnos tan lejos en la geografía y el tiempo, tenemos ejemplos análogos aplicados a nuestra región, en especial Brasil, quien lidera el proceso de discusión e intenciones de reglamentación de las nuevas herramientas.
En plena campaña de 2022 circuló un simulacro extremamente creíble de una conocida periodista de la TV Globo anunciando resultados de encuestas que le daban el triunfo a Bolsonaro. El video buscaba sentenciar que la voluntad popular apoyaba al hoy expresidente, estimulando un clima de desasosiego entre los apoyadores de Lula y un voto vergüenza en favor del ganador entre los indecisos. Este ejemplo de “deep fake” ilustra el impacto negativo que algunas de las nuevas tecnologías podrían tener durante las elecciones, haciendo circular mala información.
En contraste con ello, no son pocos los comentaristas y líderes sectoriales que entienden la llegada del ChatGPT, hacia fines del 2022, como una oportunidad ecualizadora de información y toma de decisiones respaldada en datos para las grandes mayorías. La accesibilidad de estas herramientas, de los asistentes virtuales como Siri, Alexa y Google Assistant a los más sofisticados modelos generativos, como el Gemini de Google y los recientes ChatGPT-4 y Sora, de OpenAI, favorece la interpretación de la IA como un instrumento promotor de la transparencia y la detección de sesgos o perjuicios colectivos como la desinformación.
El potencial ambiguo de facilitar como manipular procesos de decisión política individual se proyecta en la ambivalencia como el poder público se planta delante de la necesidad de producir una regulación de la IA en Brasil. De hecho, existen 46 proyectos diferentes de leyes en discusión al nivel federal, buscándose controlar el impacto que esos instrumentos de IA tienen sobre la política y la sociedad.
Frente a la inercia promovida por proyectos muchas veces contradictorios entre sí, el poder judicial, a través de su brazo electoral en los tribunales, decidió vetar el uso de las “deep fakes” en campañas bajo pena de cancelar candidaturas y aplicar fuertes multas. Sin embargo, ha permitido el uso de otros mecanismos de IA siempre y cuando éstos aparezcan reconocidos como tales en las publicidades y difusiones hechas por los comités de campaña.
¿Cómo reacciona la ciudadanía delante de evidencias positivas y negativas sobre los efectos de IA en la vida pública?
Un reciente estudio de la consultora Market Analysis revela que los brasileños están inseguros sobre las consecuencias de dichas herramientas. Las dudas tienen que ver con la producción de desinformación: la mitad de los entrevistados tiene miedo que la diseminación de noticias falsas y datos mentirosos o distorsionadores de los hechos mediante la IA pueda impactar negativamente en la democracia brasileira. La otra mitad cree que la IA puede ayudar a detectar las fake news y maniobras desinformativas.
Curiosamente, mayores niveles de educación y poder adquisitivo no aumentan el grado de confianza en eximirse de influencias adversas para la identificación fidedigna de noticias impuestas por la IA. El electorado más escolarizado y de mayores ingresos exhibe un grado de incertidumbre sobre cuales informaciones son verídicas o mentirosas, cuales imágenes y videos son reales o manipulados, semejante al de la población menos sofisticada o con menos recursos.
Cuando los años de estudio y el bienestar financiero no les otorgan a las personas un sentido de mayor control sobre lo que rodea a sus vidas y –sobretodo- lo que molda sus impresiones de la realidad y sus elecciones políticas, estamos en problemas. ¿Qué nos dicen tales circunstancias sobre el legítimo derecho al voto? ¿Y qué otros recursos podrían moderar la parálisis delante de la incertidumbre sobre lo que sería verdad e información o frente a las tentaciones por intensificar un clima de extremismo autoritario?
Las ambivalencias relatadas no niegan que la opinión pública brasileña se inclina por una lectura más optimista sobre los efectos de la IA para la democracia. Sus principales virtudes ocurrirían a través de una mejora de la transparencia gubernamental y del acceso a la información (55% opinan así). De acuerdo a los brasileños, la IA en política tendría resultados más benéficos que perjudiciales en facilitar la participación de los ciudadanos en las decisiones políticas y en el auxilio en la detección de noticias falsas y desinformación.
Al mismo tiempo, subsiste un recelo moderado respecto de sus potenciales impactos negativos, como la diseminación de desinformación y noticias falsas de forma más sofisticada como las “deep fakes” (48% así lo sienten). Bastante más reducido es el miedo a que la IA lleve a un aumento de la concentración de poder en manos de organizaciones o entidades no elegidas (31% desconfían de ello), la diminución de la seguridad y confianza en las elecciones (28% temen ello) y la reducción de la transparencia en las decisiones del gobierno (28% piensan así).
Estas percepciones cambian significativamente de acuerdo con la edad: los más jóvenes son más propensos a reconocer los impactos positivos de la IA en la democracia. El escepticismo crece con la edad sugiriendo que la experiencia de acceso a la información y al funcionamiento de las rutinas electorales, en lugar de generar un sentido de empoderamiento y control, intensifican la sensación de impotencia o –como mínimo- el reconocimiento de la complejidad y falta de comprensión integral reinante sobre el rol de la alta tecnología en la política.
No son pocos los desafíos para integrar armónica y orgánicamente a la inteligencia artificial en los procesos institucionales y la ingeniería política de nuestras democracias. Para empezar, no hay consenso respecto de sus ventajas por encima del potencial de amenaza. Esa lectura de arma de doble filo condicionará las innovaciones posibles, así como alimentará las demandas por regulación externa. El optimismo de las nuevas generaciones, especialmente los nativos digitales, no es garantía de un sesgo apoyador en el futuro próximo; por otro lado, persiste el temor que dicha simpatía sea más una expresión de ingenuidad que de identificación y aprovechamiento de beneficios palpables. La promesa de una mejor gobernanza e inclusión ciudadana a partir de la IA es aún una tarea pendiente.