
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
La detención de Luis Alberto Arce Catacora, ocurrida el 10 de diciembre de 2025 en la ciudad de La Paz, no constituye una sorpresa histórica ni un quiebre institucional inesperado. Es, más bien, el desenlace previsible de un ciclo vicioso que se ha normalizado en la política boliviana: la judicialización del adversario político y el uso del sistema penal como instrumento de revancha entre élites que se alternan en el poder. En Bolivia, los expresidentes ya no escriben memorias en retiro discreto; comparecen ante fiscales, jueces y cárceles, atrapados en una rueda de persecuciones cruzadas. Arce no es una excepción: es el último eslabón de una cadena que desnuda la fragilidad del Estado de derecho.
El patrón es conocido y debe describirse sin eufemismos. Jeanine Áñez, durante su presidencia interina, impulsó procesos contra Evo Morales y su entorno, obligándolo al exilio y empujando a varios de sus exfuncionarios a refugiarse en embajadas o enfrentar prisión preventiva. Con el retorno del MAS al poder en 2020, Arce utilizó ese mismo aparato judicial para encarcelar a Áñez y a Luis Fernando Camacho. El mensaje fue contundente: quien se opone con firmeza al poder terminar en la cárcel. Hoy, bajo el gobierno de Rodrigo Paz Pereira, Arce recibe la misma medicina que aplicó. La justicia, lejos de ser un árbitro imparcial, ha operado como un apéndice del Ejecutivo de turno, convertida en arquitectura deliberada de dominación política.
Para comprender la caída de Arce es necesario revisar su biografía intelectual y política. Economista formado en la Universidad Mayor de San Andrés y con estudios de posgrado en la Universidad de Warwick, defendió en 1989 una tesis titulada El papel de la política cambiaria en la Nueva Política Económica (1985–1989), en pleno auge del neoliberalismo. Su formación fue técnica, ortodoxa en lo monetario, y nunca ocultó su inclinación ideológica de izquierda en lo distributivo. Su temprana incorporación al Banco Central de Bolivia, desde 1987, moldeó su identidad como tecnócrata estatal: un hombre de cifras, no de multitudes. A diferencia de Evo Morales, Arce carecía de carisma; su poder residía en la tecnocracia y en la creencia de que la administración podía reemplazar a la política.
El año 2006 marcó su ascenso definitivo. Designado ministro de Economía por Morales, gestionó la economía durante el auge de los precios de las materias primas. Los logros macroeconómicos fueron reales: crecimiento sostenido, acumulación de reservas internacionales que alcanzaron los 15.000 millones de dólares en 2014 y una reducción significativa de la pobreza. Sin embargo, esos resultados descansaron más en la bonanza externa que en reformas estructurales profundas. El modelo siguió siendo primario-exportador, dependiente del gas y vulnerable a los ciclos internacionales. Arce administró riqueza circunstancial; no transformó la economía.
El quiebre llegó en diciembre de 2010 con el llamado “gasolinazo”. El intento de eliminar la subvención a los hidrocarburos mediante un incremento abrupto de precios desató una reacción social demoledora. El gobierno retrocedió y Arce quedó marcado por la derrota política. Desde entonces, optó por congelar el tipo de cambio, profundizar subsidios y postergar ajustes estructurales. Esa decisión, políticamente comprensible, fue económicamente costosa: distorsionó precios, erosionó reservas y sembró las bases de la crisis posterior. El tecnócrata entendió entonces que la política podía derrotar a la técnica, y quedó atrapado en esa contradicción.
Con el tiempo, Arce comprendió el poder que concentraba. El Banco Central fue subordinado al Ministerio de Economía, perdiendo su independencia efectiva. La política fiscal y monetaria se fusionaron en un esquema discrecional que financió déficits crecientes y debilitó los contrapesos institucionales. Paralelamente, el Estado expandió su aparato empresarial: empresas públicas convertidas en elefantes blancos, con sobreprecios, baja eficiencia y escaso retorno social. El voluntarismo burocrático, sin frenos, derivó en autoritarismo.
El caso del Fondo Indígena simboliza el costado más oscuro de ese Estado sin contrapesos. Millones destinados a comunidades originarias fueron desviados a proyectos fantasmas y cuentas particulares durante los años en que Arce presidía su directorio. Marco Antonio Aramayo, exdirector y denunciante, fue sometido a más de 250 procesos judiciales y murió en 2022 tras años de detención preventiva. Otros implicados afines al poder gozaron de libertad. La asimetría fue evidente: la justicia castigó selectivamente según criterios políticos.
Como presidente entre 2020 y 2025, Arce no corrigió el rumbo. Persistió en un modelo estatista agotado, inspirado en la industrialización por sustitución de importaciones, que derivó en más gasto público, más empresas deficitarias y ninguna reforma institucional. El autoritarismo se hizo explícito: detenciones de opositores, disciplinamiento judicial y control político de las instituciones. En el plano político, se apropió de la sigla del MAS, profundizando la ruptura con Evo Morales. En el plano ético, su gestión quedó marcada por escándalos como Botrading, la compra de inmuebles por parte de sus hijos y denuncias de conflictos de interés.
Su ocaso fue acelerado. Sospechas de un posible autogolpe en junio de 2024, aislamiento político, crisis familiar y abandono de su propio partido erosionaron su autoridad. La detención de diciembre de 2025 cierra el círculo.
Luis Arce Catacora es, en última instancia, víctima del sistema que ayudó a consolidar: un Estado donde la ley se subordina al poder y la institucionalidad se desvanece. Su caída no es poética ni redentora; es el reflejo de un espejo roto. Bolivia no produce estadistas para la historia, sino expresidentes para los tribunales. Romper este ciclo no implica absolver a Arce ni exculparlo de sus responsabilidades reales. Implica reconstruir una justicia independiente que deje de ser instrumento de venganza política y se convierta, por fin, en pilar de la democracia. De lo contrario, el próximo presidente también terminará escribiendo su historia desde una celda.
Miguel Angel Amonzabel Gonzales es investigador y analista socioeconómico.













