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Bolivia paga caro su ilusión económica

Miguel Angel Amonzabel Gonzales, Investigador y analista socioeconómico / Agencias

Por: Miguel Ángel Amonzabel Gonzales aInvestigdor y analista socioeconómico

Durante casi veinte años, Bolivia vivió bajo una ilusión cuidadosamente construida: la idea de mantener un dólar fijo, combustibles baratos, alimentos subsidiados y un gasto público creciente sin costo real. El Movimiento Al Socialismo (MAS) convirtió esta ficción económica en su principal herramienta política, explotándola electoralmente mientras fue rentable y defendiéndola incluso cuando los mecanismos que la sustentaban comenzaban a desmoronarse. Hoy, la acumulación de esas decisiones deja una verdad incómoda: la economía siempre cobra sus facturas.

El punto de quiebre llegó en diciembre de 2010, cuando el gobierno decidió duplicar los precios de la gasolina y el diésel. La medida, que llevó la gasolina de 3,74 a 7,40 bolivianos y el diésel de 3,72 a 7,40, detonó un estallido inflacionario inmediato. Algunos productos, como el pan, se encarecieron hasta en un 100 por ciento. La revuelta social en La Paz y El Alto obligó al gobierno a retroceder, pero los efectos ya eran irreversibles: los precios no volvieron a su nivel original y la confianza ciudadana quedó profundamente erosionada.

En cualquier economía de mercado, los precios no son capricho: orientan sobre cuánto producir y demandar. Un aumento puede responder a problemas de producción, costos más altos, compras externas caras o mayor demanda interna. La caída de precios refleja eficiencia, innovación o competencia externa. Cuando un bien sube, la demanda disminuye parcial o permanentemente. En Bolivia, esto ocurre con la carne de res y ciertos medicamentos: los consumidores reducen o eliminan su compra ante precios inalcanzables, mientras otros bienes, como electrónicos, se abaratan, beneficiando al comprador.

El MAS, sin embargo, contó con un salvavidas inesperado: la mayor renta gasífera de la historia boliviana. No fue fruto de una gestión brillante ni de una estrategia de largo plazo, sino un golpe de suerte que permitió sostener un tipo de cambio artificialmente fijado en 6,97 bolivianos por dólar y mantener un sistema de subsidios que, en otro contexto, habría colapsado. En lugar de usar ese ingreso para diversificar la economía o modernizar la producción, el gobierno priorizó consolidar poder político. La economía quedó subordinada a la lógica electoral.

Esta distorsión fue particularmente evidente en el sector alimentario. El caso del pan ilustra el fenómeno: durante más de una década, su precio se mantuvo artificialmente bajo en el occidente del país, mientras en el oriente no existió un subsidio equivalente. EMAPA vendía harina a precios muy por debajo del mercado, pero ese beneficio llegaba a menos de la mitad del consumo nacional. La distribución estaba marcada por favoritismos, redes de revendedores y corrupción. Lo que se presentó como política social se convirtió en un instrumento de control político.

Lo mismo ocurrió con los combustibles. Entre 2022 y 2024, Bolivia destinó entre 8,5 y 11,2 por ciento de su PIB a subsidios, de los cuales entre 75 y 82 por ciento se dirigió exclusivamente a gasolina y diésel. El subsidio beneficiaba más a quienes más consumían, no a quienes más lo necesitaban. Este esquema funcionó mientras los ingresos por gas eran abundantes, pero se desmoronó cuando las exportaciones cayeron de 6.000 millones de dólares en 2014 a apenas 2.100 millones en 2024, con proyecciones de 1.600 a 1.800 millones en 2025. La falta de inversión y el colapso del sector gasífero dejaron a la economía en un estado crítico.

El deterioro alcanzó también a las reservas internacionales. De los 15.122 millones de dólares en 2014, estas se redujeron a 1.709 millones en 2023, y para octubre de 2025 se estiman entre 1.050 y 1.200 millones, de los cuales más del 70 por ciento son oro o activos no líquidos. La liquidez real se mueve entre 300 y 400 millones de dólares, insuficiente para afrontar choques externos o garantizar importaciones esenciales. Así quedó la economía después de años de sostener precios irreales y postergar decisiones necesarias.

La explosión de la ficción se hizo evidente entre mayo y julio de 2025. La inflación acumulada en alimentos desde 2022 superó el 46 por ciento. Productos básicos como la carne de res y ciertos medicamentos se encarecieron hasta el punto de que la demanda cayó de manera permanente. Mientras tanto, bienes tecnológicos como celulares y computadoras se abarataron, impulsados por la caída global de precios y por la eliminación de aranceles anunciada por el presidente Rodrigo Paz Pereira. La medida puede democratizar el acceso a la tecnología, pero también presiona a la baja a sectores locales incapaces de competir.

Bolivia enfrenta hoy una disyuntiva que ningún gobierno quiere asumir: sincerar la economía o seguir fingiendo. Mantener los subsidios actuales hasta 2028 costaría entre 14.000 y 15.000 millones de dólares, un monto imposible para un país con reservas casi agotadas. Un ajuste gradual, combinando la liberación progresiva de combustibles con subsidios focalizados y temporales, sería doloroso, pero permitiría ahorrar aproximadamente 9.000 millones de dólares en cuatro años. No actuar implica prolongar la crisis hasta que el ajuste sea inevitable y mucho más traumático.

El MAS gobernó sobre la base de un relato económico que hoy ya no puede sostener. Su legado no es estabilidad, sino fragilidad, subsidios artificiales y corrupción organizada. La realidad terminó imponiéndose: la ficción económica tiene un precio, y ese precio lo está pagando todo el país.

La pregunta es sencilla: ¿seguirá Bolivia aferrándose a la ilusión o asumirá la verdad? Lo que está claro es que ningún proyecto basado en subsidios eternos, manipulación de precios y favoritismos puede durar. La economía no negocia con la política. Y cuando la política desafía a la economía, la economía siempre gana. Esa es la lección que Bolivia debe aprender antes de que el costo se vuelva irreversible.

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