La década de 1980 quedó marcada como la “década perdida” de América Latina. Crisis de deuda, economías paralizadas e inflaciones desbordadas arrasaron con salarios, ahorros y expectativas en casi todos los países de la región. Bolivia, Perú, Brasil, Venezuela, Ecuador y Colombia vivieron espirales que evidenciaron los límites del estatismo, el gasto público sin control y las recetas inspiradas en el socialismo, abriendo paso a un nuevo paradigma: apertura económica, libre mercado y reformas liberales adaptadas a la globalización emergente.
En ese contexto, Víctor Paz Estenssoro, en su último mandato (1985–1989), comprendió con claridad el momento histórico. Bolivia no podía seguir atrapada en esquemas agotados. “Advertimos un tiempo de cambio en el mundo y no hay manera de ignorarlo”, afirmaba, consciente de que las transformaciones políticas, económicas y tecnológicas exigían actualizar el rumbo. Pretender vivir al margen de esa realidad era condenar al país al aislamiento y la ruina. Con esa visión impulsó el Decreto Supremo 21060, que sentó las bases de la estabilización macroeconómica y alineó a Bolivia con las corrientes globales de su tiempo.
El propio Gonzalo Sánchez de Lozada, entonces ministro de Planeamiento y ejecutor de la medida, lo resumió años después: “El 21060 no surgió de la improvisación, sino de un trabajo coordinado y urgente para frenar la inflación, reactivar la economía y fortalecer la democracia”. La receta incluyó decisiones drásticas: liberación de precios, cierre de operaciones deficitarias en la minería, racionalización del gasto público y mecanismos de compensación social. Fue, en suma, un acto de liderazgo que evitó el colapso del país.
Más allá de cualquier debate ideológico, la crisis era insoportable. Recuerdo, de niño, cómo mi padre me hacía subir a una gaveta repleta de billetes que cada día valían menos. Aún guardo en la memoria los fajos grises de 1.000 pesos con la imagen de Juana Azurduy de Padilla, ahorros que cada dia valían menos. Un simple soldadito de plástico triplicó su precio en apenas tres días, de 100.000 a 300.000 pesos bolivianos. La inflación no era una cifra en los periódicos: era un monstruo que devoraba la vida cotidiana.
El desabastecimiento completaba la pesadilla. A las cuatro de la mañana acompañaba a mi madre a hacer fila por un kilo de carne; en casa se comía pan de mala calidad hecho con afrecho; y para conseguir gas debía sentarme sobre una garrafa durante horas de espera. La crisis también afectó la educación: en 1984, en primer año de primaria, apenas hubo 43 días de clase por continuos paros en demanda de incrementos salariales. Solo la vocación de una maestra, que llevó a su casa a tres de sus alumnos —yo entre ellos— para enseñar a leer y escribir, mitigó en parte aquel vacío escolar.
Revisando periódicos de 1985 me impactaron los titulares: tasas de interés bancarias de 1834 % anual —es decir, casi 19 veces el depósito en un año en términos efectivos— y precios de la canasta familiar, supuestamente controlados, que cambiaban a diario. Bolivia dependía del estaño, cuyo colapso dejaba al país sin margen de maniobra.
A esto se sumaban distorsiones heredadas de años previos. Entre 1976 y 1985, la subvención a los carburantes incentivó el contrabando hacia países vecinos. El 11 de septiembre de 1984, tres cisternas fueron sorprendidas en Paraguay con la complicidad de funcionarios de YPFB, no siendo el único caso. Ese mismo año, la producción de petróleo cayó y YPFB vendía a pérdida, lo que estimulaba el despilfarro, el contrabando y debilitaba las finanzas estatales.
La situación era crítica: el desempleo urbano llegó al 10,64 %, la universidad exigía mayores fondos al Estado y el empresariado acusaba al modelo estatista de haber provocado la crisis. En ciertos círculos se hablaba incluso de la inviabilidad del país y de su eventual fragmentación entre naciones vecinas. La hiperinflación no solo destruía la economía, sino que ponía en duda la continuidad misma del Estado boliviano.
Fue en ese abismo cuando el DS 21060 marcó un punto de quiebre. Con la introducción del boliviano se frenó la inflación, los mercados recuperaron abastecimiento y retornó un mínimo de certidumbre. Sin embargo, la estabilización tuvo un alto costo social: el despido (relocalización) de 23.000 mineros y el congelamiento de salarios por cuatro años.
Hoy, casi cuatro décadas después, el 21060 sigue siendo un tema incómodo. Mientras en Argentina el plan de ajuste de Javier Milei genera debate y cobertura mediática, en Bolivia la memoria del 21060 permanece oculta bajo prejuicios y discursos simplistas. Con todas las diferencias de escala y contexto, el decreto boliviano resultó más exitoso en estabilizar la inflación que muchas recetas actuales en la región. Pero su historia quedó relegada: no había redes sociales, ni un aparato comunicacional que lo difundiera, ni un país con la centralidad mediática de Brasil o Argentina.
En una reflexión reciente, Sánchez de Lozada evaluó los cuarenta años del decreto con sobriedad: reconoció aciertos y limitaciones, pero enfatizó que, sin él, Bolivia habría colapsado. Esa visión contrasta con el discurso del MAS, que durante dos décadas caricaturizó el 21060 como símbolo de “sumisión neoliberal”, negando un debate más profundo.
El balance, a estas alturas, exige justicia histórica. Reconocer el mérito de Víctor Paz Estenssoro, Gonzalo Sánchez de Lozada, Juan Cariaga y del equipo técnico que detuvo la hiperinflación no significa ignorar los límites del modelo. El DS 21060 fue un acto de coraje que marcó la línea entre el caos y la supervivencia nacional. Negar su aporte es distorsionar la historia. Recordarlo no es nostalgia: es una advertencia. Cuando se pierde el rumbo económico, son siempre los ciudadanos quienes cargan con las consecuencias.