
Por: Miguel Angel Foronda Calle
Hace unos días visité Sucre, la ciudad blanca. Caminar por sus calles es recorrer una historia viva que se respira en cada fachada, cada balcón de madera, cada muro cuidadosamente restaurado. El patrimonio arquitectónico en Sucre no solo se protege: se vive y se valora. Esa experiencia me dejó una sensación agridulce al compararla con Oruro, donde la herencia arquitectónica parece estar cada vez más amenazada por la indiferencia, el descuido y, en algunos casos, por el silencio cómplice de algunas autoridades, empresas constructoras y ciudadanos.
La ciudad de Oruro no solo es la cuna de una de las expresiones folklóricas más reconocidas del mundo, como es su Carnaval devocional proclamado por la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. También es depositaria de un valioso y muchas veces olvidado patrimonio arquitectónico que habla de su historia minera, religiosa y ferroviaria. Desde las fachadas neoclásicas del centro histórico hasta las casas de corte republicano y los edificios del siglo XX ligados al auge del estaño, Oruro guarda en sus muros silenciosos una memoria que, sin políticas y acciones claras y efectivas, corre serio riesgo de perderse si es que ello no ha sucedido ya.
En las últimas semanas, algunas noticias han revelado la fragilidad de nuestro marco de protección patrimonial. Demoliciones, intervenciones sin criterio, remodelaciones disfrazadas de “mejoras”, y lo más preocupante: la aparente indiferencia institucional frente a estos hechos o quizás la falta de autoridad para impedir estas acciones. Si bien Oruro cuenta con la Ley Autonómica Municipal 041/2021 de conservación y preservación del patrimonio arquitectónico y urbano del municipio, además de la normativa nacional sobre patrimonio cultural, la aplicación práctica sigue siendo escasa, tardía, débil o ineficaz.
No se trata solo de sancionar al que destruye, sino de construir una cultura de protección y valoración. ¿Qué papel juega la educación en esta tarea? ¿Cuántos jóvenes conocen la historia de los edificios que pisan cada día? ¿Cuántas decisiones se toman sin consultar a especialistas, historiadores o a los propios vecinos? La defensa del patrimonio no puede reducirse a un acto administrativo o a una firma en una resolución. Requiere diálogo, compromiso y planificación tanto de actores públicos como privados.
Volviendo al punto inicial, la comparación con Sucre no es para menospreciar, sino para aprender. ¿Qué hace que en otras ciudades la arquitectura se proteja con tanto celo y orgullo? Tal vez sea una mayor conciencia colectiva. O una gestión más comprometida. Pero, sobre todo, una visión compartida de que el desarrollo no implica destruir el pasado, sino integrarlo inteligentemente al presente.
Desde la gestión cultural, tenemos el deber de impulsar procesos participativos que acerquen a la población a su patrimonio. No basta con declarar; hay que vivir el patrimonio. Convertirlo en parte activa de nuestra identidad cotidiana. Ello implica también repensar nuestras prioridades urbanas: ¿puede una ciudad construir su futuro sin respetar su pasado?, pero además surge otra cuestionante fundamental: ¿se puede articular la política de protección urbanística con la imagen de ser sede de uno de los carnavales más emblemáticos del mundo?
El patrimonio arquitectónico no es un obstáculo para el desarrollo; es una oportunidad para hacer de Oruro una ciudad con alma, con carácter, con memoria viva. Pero para ello, se necesita voluntad política, participación ciudadana, recursos y, sobre todo, amor por lo nuestro. Mientras las leyes duermen en los archivos y los muros caen por la falta de mantenimiento o la codicia, o son pintados de colores estrafalarios, estamos perdiendo algo más que edificios: estamos perdiendo una parte irrecuperable de nuestra historia común, nuestra identidad. No todo está perdido, pero ciertamente, cada vez tenemos menor cantidad de patrimonio arquitectónico a proteger, así, habrá que cuestionarse cual es el futuro de bienes como el Edificio de Correos y Telégrafos, el edificio de la Gobernación, Teatro Palais Concert, la Ferretería Schmidt, Casa Noya, Banco Bisa (Plaza Principal), Casa Simón Patiño, Facultad de Derecho, Colegio Bethania, Banco Mercantil, la estación central de Trenes, el Colegio Bolívar, entre otros.
No esperemos a que se caiga la última casa patrimonial para reaccionar. Protejamos lo que nos queda, activemos la memoria, abramos el diálogo. Oruro merece un futuro con raíces, no con escombros, Oruro merece una política urbanística que permita la coexistencia entre edificaciones históricas y a la vez acordes al Carnaval de Oruro.
Gestor e investigador cultural
Lunangel.gc@gmail.com