Anlisis del futuro de la minera en Oruro
Oruro

Gobiernos Subnacionales: planillas crecen, obras y servicios caen

Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales

Entre 1982 y 1985, Bolivia vivió una devastadora hiperinflación que erosionó cualquier atisbo de estabilidad económica. El Decreto Supremo 21060 emergió entonces como medida extrema: detuvo la escalada inflacionaria y abrió un largo periodo de austeridad. El gasto público se redujo, los sueldos se congelaron (1985–1988), y el empleo estatal perdió atractivo. Ser funcionario en la década neoliberal (1985–2005) implicaba resignarse: en 2005, sueldos consolidados de alcaldías, gobernaciones y universidades apenas llegaban a los Bs 1 216 millones.

Ese escenario cambió radicalmente en 2006, con el ascenso del Movimiento al Socialismo (MAS). El nuevo gobierno propuso un Estado activo, redistributivo, y atinó a los elevados ingresos por gas natural. A partir de entonces, abrió las puertas a un aumento sostenido del empleo público y ajustes salariales anuales. Impulsado por la renta del gas, este modelo perduró por más de una década. En 2024, el conjunto de alcaldías, gobernaciones y universidades reportó un gasto en sueldos y salarios de Bs 8 327 millones a nivel consolidado.

Este ciclo de expansión no solo alcanzó al gobierno central. Las entidades subnacionales —universidades públicas, alcaldías y gobernaciones— también engrosaron sus planillas, aumentaron salarios y, en muchos casos, descuidaron su misión central: brindar servicios e impulsar el desarrollo local. Las universidades públicas fueron las principales beneficiadas. Con presupuestos en constante crecimiento, destinaron gran parte de los recursos a sueldos en 2024 ascendió a Bs. 3.661 millones. En lugar de priorizar la mejora de la calidad académica, muchas financiaron actividades paralelas —como entradas folklóricas, celebraciones y congresos sin relevancia académica—, mientras sus aulas e infraestructuras quedaban rezagadas.

Lo más preocupante es la falta de control real sobre el uso de esos recursos. Aunque en teoría existen consejos universitarios conformados por docentes y estudiantes para fiscalizar la gestión, en la práctica estos órganos se reúnen de forma esporádica o son espacios de cuoteo político. A diferencia de las alcaldías y gobernaciones, que están sujetas a auditorías más visibles, las universidades operan con escasa transparencia amparadas en la autonomía.

En las alcaldías de ciudades capitales e intermedias, la situación es similar. Durante los años de bonanza, estas entidades incrementaron sostenidamente su masa salarial. Sin embargo, desde 2016, con la caída de los ingresos por el Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH), su capacidad de inversión se redujo notablemente. Aun así, optaron por mantener el gasto en sueldos, incluso a costa de sacrificar obras esenciales para sus ciudadanos. El resultado es claro: más personal, menos calles pavimentadas, alumbrado deficiente y recolección inadecuada de basura.

Las alcaldías rurales enfrentan una situación aún más crítica. Con bajos niveles de recaudación propia —por la pobreza de su población, la migración o la debilidad institucional— dependen casi exclusivamente de transferencias del Tesoro General del Estado. Pero esas transferencias también han disminuido. Pese a ello, estas alcaldías mantienen o incluso incrementan su gasto en sueldos. Muchas tienen más administrativos que técnicos operativos y dedican una proporción excesiva de su presupuesto a cubrir planillas que no pueden ser ajustadas por restricciones legales de la Ley General del Trabajo. En el año 2024 en sueldos y salarios de todas las alcaldías llego a Bs 3.654 millones.

El caso de las gobernaciones no es distinto. Aunque recibieron mayores recursos durante la bonanza, también se les transfirieron nuevas competencias sin dotación suficiente de capacidades técnicas ni financieras. En la práctica, se convirtieron en meros entes de redistribución: reciben fondos, pagan sueldos, financian algunas obras menores y se endeudan cuando pueden. Algunas, como la del Beni, hoy están al borde de la parálisis operativa por falta de recursos para inversión. Solo excepciones como Potosí, que recibe regalías mineras significativas, logran mantener cierta estabilidad. Las gobernaciones pagaron por concepto de sueldo Bs.  1.011 millones.

El panorama actual expone una contradicción alarmante: mientras que los ingresos fiscales se reducen año tras año, los gobiernos subnacionales intensifican su demanda de mayores recursos, proclamando que “necesitan un nuevo pacto fiscal”. No se conforman con la actual coparticipación tributaria del 15 %; exigen aumentar hasta el 50 %, una propuesta que defienden partidos como Unidad (Samuel Doria Medina), Libre (Jorge Quiroga Ramírez) y APB Súmate (Manfred Reyes Villa). La presión aumenta, pero el debate sigue incompleto. Porque el problema no es solo cuánto dinero se transfiere, sino cómo se usa.

La experiencia reciente demuestra que mayores recursos no garantizan mejores servicios. Por el contrario, suelen alimentar una burocracia creciente y poco eficiente. La contratación bajo la Ley General del Trabajo convierte a los funcionarios en costos fijos difíciles de ajustar, muchos protegidos por sindicatos y padrinazgos políticos. La fiscalización es débil: ni la Contraloría ni los gobiernos autónomos han frenado el gasto descontrolado. El clientelismo ha capturado cargos públicos, transformando concursos de méritos en simulacros y priorizando lealtades políticas por encima de la capacidad técnica.

Bolivia atraviesa una etapa crítica. La renta gasífera ya no sostiene al Estado, y el modelo expansivo heredado del MAS es inviable. No hay espacio para seguir inflando las planillas sin comprometer la sostenibilidad fiscal. Los gobiernos subnacionales deben emprender reformas urgentes: reducir supernumerarios, mejorar la calidad del gasto, priorizar obras sobre sueldos y recuperar la lógica del servicio público frente al clientelismo político.

El país no puede permitirse repetir los errores del pasado reciente. La bonanza terminó. Hoy se necesita responsabilidad fiscal, meritocracia institucional y una ciudadanía que exija resultados, no solo planillas abultadas. La solución no está en recibir más recursos, sino en gastar mejor.

Investigador y analista socioeconómico


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