Por: Philemon Yang*
Hace ochenta años, este mismo mes, se firmó en San Francisco la Carta de las Naciones Unidas, cerrando un capítulo marcado por décadas de guerra y abriendo otro lleno de esperanza hacia un futuro más prometedor. Durante estos ochenta años, las Naciones Unidas han representado la expresión más elevada de nuestras aspiraciones de cooperación internacional, y la encarnación más plena de nuestro anhelo de poner fin al “flagelo de la guerra”. Incluso en un mundo saturado de cinismo, este hito merece ser reconocido.
Las Naciones Unidas siguen siendo la única organización de su tipo y la única que ha logrado perdurar tanto tiempo. Esa longevidad resulta aún más impresionante si consideramos el contexto de su fundación: surgió de entre los escombros no de uno, sino de dos catástrofes globales. Su predecesora, la Sociedad de las Naciones, colapsó en medio de la deshonra.
Ninguna organización es perfecta. Pero, parafraseando al segundo Secretario General, Dag Hammarskjöld, las Naciones Unidas no fueron creadas para llevar a la humanidad al cielo, sino para salvarnos del infierno. Y en esa misión, no han fracasado.
Seguimos siendo testigos de escenas desgarradoras de guerra—en Gaza, Sudán, Ucrania y otros lugares. La reciente escalada entre Irán e Israel es un crudo recordatorio de la fragilidad de la paz, particularmente en una región como Oriente Medio, marcada por la tensión constante.
Sin embargo, en medio de esa violencia, hemos logrado evitar una tercera guerra mundial. En una era nuclear, ese logro no puede darse jamás por sentado. Es un logro que debemos protegerlo con toda la fuerza de nuestra voluntad colectiva.
A lo largo de estas ocho décadas, gran parte del desarrollo humano también lleva la huella directa de las Naciones Unidas. Basta recordar el éxito de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, adoptados en el año 2000 por 189 Estados Miembros y más de veinte organizaciones internacionales, que ofrecieron al mundo una hoja de ruta común para la acción.
Para 2015, en comparación con 1990, la pobreza extrema se había reducido a más de la mitad. La mortalidad infantil había descendido casi un 50%.
Y millones de niños -especialmente niñas a las que durante mucho tiempo se les había negado ese derecho- habían ido a la escuela por primera vez.
Hoy, mientras nos esforzamos por alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, debemos aprovechar ese legado de progreso. Debemos redoblar esfuerzos para erradicar la pobreza y el hambre, lograr la cobertura sanitaria universal y fomentar modelos sostenibles de producción y consumo.
Existe también otra historia de progreso que a menudo se pasa por alto: el desmantelamiento del imperio. Hace ochenta años, el colonialismo proyectaba su sombra sobre gran parte del planeta. Hoy, más de 80 antiguas colonias en Asia, África, el Caribe y el Pacífico han alcanzado la independencia y se han unido a las Naciones Unidas. Esa transición, apoyada y legitimada por esta Organización, reconfiguró el orden mundial. Fue un triunfo del derecho a la autodeterminación y una afirmación profunda del principio más fundamental de la Carta: la igualdad soberana de todos los Estados.

Adaptándonos al futuro
El mundo ha cambiado radicalmente desde 1945. Hoy, la Organización se enfrenta a una crisis de liquidez cada vez más profunda. A pesar de las promesas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, los avances han sido desiguales. La igualdad de género nos sigue siendo esquiva. Nuestro compromiso de limitar el aumento de la temperatura global y proteger el planeta se está alejando peligrosamente.
Estos retrocesos no deben llevarnos a reducir nuestras ambiciones, sino a fortalecer nuestra determinación. Las Naciones Unidas han demostrado su valía en los momentos más críticos. Sus fundadores fueron testigos de la humanidad en su faceta más destructiva, y respondieron no con desesperación, sino con audacia.
Debemos inspirarnos en estos logros.
El espíritu de San Francisco no era utópico. Se basaba en una comprensión lúcida de lo que estaba en juego. Afirmaba que, incluso en medio de profundas divisiones, las naciones podían optar por la cooperación en lugar del conflicto, y por la acción en lugar de la apatía.
Ese mismo espíritu se hizo presente el pasado mes de septiembre, cuando los líderes mundiales se reunieron en Nueva York para la Cumbre del Futuro. Tras arduas negociaciones, adoptaron por consenso el Pacto por el Futuro y sus anexos: la Declaración sobre las Generaciones Futuras y el Compromiso Digital Mundial. Al hacerlo, se comprometieron a renovar el multilateralismo para un mundo más complejo, más interconectado y frágil que el que se había imaginado en 1945.
Ese espíritu perdura hoy. Vive en la determinación de los 193 Estados Miembros, en la integridad de los funcionarios internacionales, y en la firme convicción de quienes creen profundamente en la promesa de la Carta. Este espíritu se proyecta hacia el futuro a través de la iniciativa ONU80 del Secretario General, que nos llama a servir mejor a la humanidad y a encarar el porvenir con flexibilidad y esperanza.
Al conmemorar este aniversario, debemos reavivar el llamamiento a la unidad y a la solidaridad que resonó desde San Francisco hace ochenta años.
En el pasado, supimos construir un orden mundial desde las ruinas de la guerra. Lo hicimos con visión y sentido de urgencia. Hoy, nuevamente, nos encontramos en un momento decisivo. Los riesgos son enormes. Pero también lo es nuestra capacidad de actuar.

/*Presidente del 79º período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas