Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales, investigador y analista socioeconómico.
Bolivia ha sido retratada con una crudeza pocas veces vista. El reciente Índice de Estado de Derecho del World Justice Project (WJP) no solo ubica al país entre los peores del mundo en ausencia de corrupción, justicia civil y penal; lo desnuda. Lo muestra tal como lo viven millones de ciudadanos a diario: un Estado donde la ley ha sido capturada, donde la justicia no existe para quien no ostenta poder, y donde el sistema judicial, lejos de ofrecer garantías, es fuente de temor, desigualdad y manipulación política. En el ranking global, Bolivia ocupa el puesto 141 de 142 países en ausencia de corrupción, el 139 en justicia civil y nuevamente el 141 en justicia penal. En América Latina, apenas supera a un par de naciones sumidas en crisis abiertas. Es un retrato estremecedor, pero tristemente previsible.
Frente a esta evidencia, el gobierno boliviano optó por la negación más burda: desacreditar el informe por provenir de una “ONG”. Como si el origen del documento bastara para invalidar lo que ya es evidente en las calles, en los juzgados y en las cárceles. Como si el hecho de que millones de bolivianos enfrenten sobornos, extorsiones, sentencias vendidas y un acceso desigual a la justicia pudiera ocultarse con una frase defensiva. La ministra de Justicia no ofreció cifras que desmientan el informe, ni propuso un plan de acción para enfrentar esta debacle. Solo desconfianza, arrogancia y evasión. Y eso, precisamente, es parte del problema.
La corrupción en Bolivia no es esporádica, es estructural. Está incrustada en el corazón del Estado. El sistema ha sido diseñado para proteger a quienes controlan las instituciones, no para defender al ciudadano. Desde los niveles más altos del Ejecutivo hasta los juzgados de provincias, el soborno, el clientelismo y la impunidad se han vuelto prácticas normales. No se trata de errores aislados ni de manzanas podridas: se trata de una lógica de funcionamiento, una cultura de poder deformada, naturalizada por años de gobiernos distintos, pero con la misma adicción al control.
La justicia civil ha dejado de ser un recurso imparcial para resolver disputas. Bolivia se ubica en el puesto 139 de 142 en este ámbito. En otras palabras, para el ciudadano común, obtener una sentencia justa, oportuna y accesible es casi una utopía. Los procesos se eternizan, los costos legales son prohibitivos, y la influencia política o económica suele pesar más que la ley. Esto no solo es una tragedia jurídica: es un obstáculo estructural al desarrollo. En un país donde más del 60 % de la economía es informal, donde los contratos no se respetan y la seguridad jurídica es apenas un mito, los emprendedores desisten, los inversionistas se alejan y el progreso se disuelve.
Pero el drama mayor se revela en la justicia penal, donde Bolivia también ocupa el penúltimo lugar mundial. Este puesto no es una simple estadística: representa un sistema que ha sido pervertido. La justicia penal se ha vuelto una herramienta de represión antes que un instrumento de equilibrio. Opositores son procesados con pruebas endebles, mientras casos de corrupción de funcionarios cercanos al poder XXIII se archivan o se diluyen. La prisión preventiva se ha transformado en castigo anticipado, el debido proceso en una formalidad hueca, y las cárceles, hacinadas y olvidadas, son depósitos de pobreza y desesperanza. La justicia penal no protege a los ciudadanos: los amenaza.
El caso “Consorcio de Abogados” ejemplifica esta podredumbre judicial. Una red de jueces, fiscales y abogados, liderada por el exministro César Siles, intentó destituir a la magistrada Fanny Coaquira del Tribunal Supremo de Justicia mediante un fallo irregular en Coroico. Audios y chats revelan cómo se coordinaron para manipular el sistema, buscando controlar cargos clave. Los implicados, incluyendo a Claudia Castro y Fernando Lea Plaza, enfrentan prisión por prevaricato y tráfico de influencias, evidenciando una justicia al servicio del poder.
Las consecuencias de esta erosión son profundas y persistentes. Un país sin justicia no tiene democracia. La separación de poderes, la igualdad ante la ley y los derechos fundamentales se desvanecen cuando el aparato judicial se manipula desde el poder. Y cuando la corrupción se convierte en normalidad, no hay política pública ni inversión extranjera que sostenga al país. La confianza en las instituciones es el pilar de la convivencia civilizada. Cuando se quiebra, lo que queda es arbitrariedad, miedo y resignación.
Bolivia no está mal posicionada por casualidad. Está atrapada en una espiral de decadencia institucional que amenaza su existencia como república democrática. Lo más alarmante no es el deterioro en sí, sino la pasividad con que se tolera. La negación oficial, la falta de autocrítica, el uso de la justicia como escudo de poder: todo indica que el gobierno está más interesado en controlar que en reformar.
Pero aún hay tiempo. La reforma judicial no puede seguir siendo una promesa electoral. Es una urgencia nacional. Se necesita una transformación profunda: jueces y fiscales seleccionados por mérito, independencia real del Órgano Judicial, fiscalización efectiva y consecuencias reales para los corruptos, sin importar su rango o afiliación política. La transparencia no puede seguir siendo un eslogan vacío. Debe ser una política de Estado, una práctica cotidiana, una exigencia ciudadana.
El informe del WJP no es una condena irreversible, pero sí un espejo implacable. Bolivia puede elegir romperlo, ignorarlo o desacreditarlo. O puede mirarse en él con honestidad y asumir el desafío de cambiar. No se trata solo de escalar posiciones en una tabla internacional, sino de recuperar la confianza perdida, de restaurar la justicia como un bien público, de reconstruir el pacto democrático.