Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
Investigador y analista socioeconómico
Mayo de 2025 quedará registrado como el mes más crítico del año para la economía boliviana. Una combinación de factores internos y externos desató una tormenta perfecta que golpeó con fuerza a los hogares y puso en jaque a pequeñas y medianas empresas. Entre todos los síntomas de esta crisis, uno se volvió emblemático: el precio del aceite comestible. Su encarecimiento, con aumentos semanales y en algunos casos diarios, convirtió a este producto básico en el termómetro más visible del deterioro económico. El aceite ya no es solo un insumo doméstico; es el símbolo del colapso de un modelo sostenido por ficciones cambiarias, subsidios cruzados y promesas incumplidas.
Durante más de 18 años, entre 2006 y 2024, el precio del aceite fue relativamente estable. Una botella de 900 mililitros costaba Bs. 8,10 en enero de 2006 y llegó a Bs. 12,30 en agosto de 2024. Un alza de Bs. 4,20 en casi dos décadas, con una tasa anual compuesta del 2,01%. Esta estabilidad aparente no fue fruto de una política eficaz, sino de condiciones coyunturales: el auge del gas y un contrabando que terminó siendo funcional. El aceite argentino, más barato gracias a subsidios y devaluaciones, ingresaba sin mayores obstáculos. La economía boliviana, de hecho, se beneficiaba de la crisis argentina. Productos subvencionados como aceite, fideos, productos de higiene y combustibles fluían desde Yacuiba hasta Cobija, conteniendo artificialmente la inflación interna.
Esa etapa terminó con la llegada de Javier Milei al poder. La eliminación de subsidios a los combustibles, la apreciación del peso argentino y el sinceramiento del tipo de cambio encarecieron los productos del vecino país. Bolivia, acostumbrada al contrabando subvencionado, sintió el golpe de inmediato. Con el fin del aceite barato importado informalmente, las industrias locales ajustaron sus precios al alza, sin competencia real y con costos de producción cada vez más elevados.
Entre agosto de 2024 y junio de 2025, el precio del aceite boliviano se disparó a Bs. 22,50 por botella, un incremento de Bs. 10,20 en apenas diez meses. La tasa de crecimiento mensual compuesta superó el 6%. En zonas de El Alto y Santa Cruz, se reportaron precios de hasta Bs. 25. Las colas, la venta restringida y las estanterías vacías se volvieron escenas cotidianas. Para muchas familias, cocinar se transformó en un lujo. Algunos hogares reducen su consumo; otros recurren a manteca, mantequilla o aceite reciclado, con los riesgos sanitarios que eso implica.
Pero el aceite es solo la punta del iceberg. El problema de fondo es la pérdida acelerada del poder adquisitivo, alimentada por distorsiones estructurales. La más crítica: el tipo de cambio. Mientras el dólar oficial permanece en Bs. 6,96, el paralelo superó Bs. 16,50 en junio de 2025. Esta brecha superior al 130% refleja desconfianza y encarece brutalmente la importación de insumos como la soya, base de la producción de aceite. A esto se suma la escasez de diésel, con interrupciones severas entre diciembre de 2024 y mayo de 2025. La falta de combustible paralizó cosechas, encareció el transporte y redujo la oferta. Muchos productores sembraron menos o recurrieron al mercado negro, pagando sobreprecios. El resultado: menor producción, mayores costos y precios más altos en cada eslabón de la cadena.
La respuesta del gobierno, como en otras crisis, fue más ideológica que técnica. En lugar de apoyar al sector privado, creó una empresa estatal de producción de aceite, prevista para operar desde enero de 2025. Se invirtieron 600 millones de bolivianos en una planta que recién comenzó a operar en junio y apenas a escala mínima. El aceite que produce, escaso y de mala calidad, no cumple estándares básicos: turbio, opaco, sin garantías sanitarias. En lugar de aliviar la crisis, se convirtió en emblema del fracaso estatal. Una intervención improvisada, costosa e ineficaz que dio lugar a otro elefante blanco. Lejos de fortalecer la soberanía alimentaria, minó la confianza en la capacidad del Estado para gestionar la producción.
Las consecuencias ya se sienten. Una familia que antes gastaba Bs. 60 al mes en aceite, hoy necesita más de Bs. 120 para consumir lo mismo. Las pequeñas empresas alimentarias —restaurantes, panaderías, reposterías— ven sus márgenes evaporarse. Algunas cerraron; otras sobreviven como pueden: despidiendo personal, reduciendo horarios, sustituyendo insumos. Pero no pueden trasladar todos sus costos a consumidores ya agobiados por el alza del pan, el arroz, el azúcar y el transporte. La economía informal también sufre: vendedoras callejeras, pequeños productores, microempresarios. Todos sienten que el sistema los ha dejado atrás.
La crisis del aceite no es anecdótica. Es un síntoma grave de un sistema económico enfermo. Muestra lo frágil que es depender de subsidios externos, de un tipo de cambio irreal y de políticas públicas sin sustento. Bolivia enfrenta una encrucijada: persistir en la ilusión o asumir el costo de un ajuste gradual pero inevitable. Sincerar el precio del diésel es necesario, pero debe hacerse de forma escalonada y con medidas compensatorias. La importación de alimentos debe facilitarse sin trabas ideológicas. Y las reservas deben usarse estratégicamente: no para sostener empresas inviables, sino para garantizar el acceso a bienes básicos.
El “mayo negro” debe ser una advertencia definitiva. Ya no hay espacio para más postergaciones. La estabilidad social, todavía sostenida con alfileres, podría romperse si la inflación se dispara, si el tipo de cambio sigue descontrolado o si el gobierno insiste en intervenir en lugar de facilitar. Bolivia necesita un nuevo contrato económico basado en productividad, competencia y reglas claras. La soberanía no se construye con discursos, sino con eficiencia. Porque mientras el aceite sube, la paciencia ciudadana baja. Y esa sí es una mezcla peligrosa.