Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales, investigador y analista socioeconómico.
La incertidumbre política es un veneno silencioso que corroe las economías, paraliza la inversión, deteriora el tejido social y destruye la confianza en las instituciones. En Bolivia, este veneno se manifiesta con crudeza, agravando una crisis que no es reciente, sino resultado de decisiones postergadas y políticas insostenibles que han marcado las últimas dos décadas. La polarización, la fragmentación y la falta de liderazgo de largo plazo han creado un círculo vicioso que amenaza el bienestar de millones y limita las perspectivas de recuperación económica a corto plazo.
En Bolivia, los grandes procesos de transformación han sido históricamente lentos y conflictivos. No se trata solo de la duración cronológica de cada cambio, sino de la persistencia de estructuras excluyentes que resisten la redistribución del poder. La independencia, más que una gesta unificadora, fue una larga guerra civil entre proyectos criollos y populares que nunca consolidaron un proyecto nacional común. La Revolución de 1952 no emergió de un consenso, sino del colapso del viejo orden oligárquico y la irrupción de fuerzas obreras y campesinas. Y la llegada del MAS en 2005, precedida por casi una década de fragmentación, canalizó demandas legítimas, pero terminó encapsulándolas en un modelo centralizado que vació de contenido la promesa de descolonización.
Este patrón histórico explica por qué Bolivia no logra construir una cultura política del consenso. La identidad nacional, fragmentada por clivajes regionales, étnicos y económicos, se refleja en la dificultad para acordar un proyecto común. Esta debilidad institucional ha sido aprovechada por liderazgos personalistas que, ya en el poder, priorizan la lealtad sobre la competencia y el cálculo electoral sobre la planificación técnica. El resultado es un Estado sobredimensionado y clientelista, cuya sostenibilidad dependía de una bonanza gasífera hoy extinta.
Durante el auge gasífero entre 2006 y 2014, Bolivia vivió una ilusión de estabilidad. El Estado captó ingresos extraordinarios que financiaron programas sociales, redujeron la pobreza y mostraron indicadores positivos. Pero esa bonanza ocultó debilidades estructurales: falta de diversificación, baja inversión en tecnología y dependencia del gas como única fuente de divisas. Cuando los precios cayeron y la producción se estancó, el modelo quedó al desnudo. Hoy, con una deuda que supera el 80% del PIB y reservas en mínimos históricos, el margen de maniobra es cada vez más estrecho.
A ello se suma la negativa política a corregir desequilibrios acumulados. El tipo de cambio fijo, sostenido artificialmente, ha generado un mercado negro que en los últimos dos meses llevó el dólar paralelo de 15,2 a 19 bolivianos. La inflación, que alcanzó el 9,97% en 2024, se siente con más fuerza entre los sectores populares, donde el encarecimiento de alimentos y combustibles ha erosionado el poder adquisitivo. Sin dólares suficientes, el gobierno raciona importaciones y genera escasez. Pero, en lugar de aplicar ajustes graduales o transparentar la situación, se opta por discursos negacionistas y una retórica que culpa a factores externos.
La crisis no es solo económica, sino también política. El enfrentamiento entre Arce y Morales dentro del MAS ha fracturado al partido, paralizando la gestión pública y desatando conflictos internos. Esta pugna, centrada en la candidatura de 2025, impidio decisiones estratégicas. El Legislativo está empantanado y la agenda pública se ha reducido a disputas de poder, mientras la economía se deteriora.
El impacto social es palpable. Las filas por gasolina o diésel son más largas, los mercados elevan precios ante cualquier rumor y la gente ha perdido confianza en que las autoridades controlen la situación. La popularidad del gobierno colapsó: de 42% en 2023 a menos del 10% en 2024, según diversas encuestas. Sin embargo, la oposición tampoco capitaliza el descontento. El electorado se encuentra atrapado entre proyectos reciclados, candidatos sin visión y una burocracia partidaria que impide la renovación. Se espera un liderazgo milagroso, cuando lo que se necesita es una transición política seria, colectiva y racional.
La degeneración institucional completa este cuadro crítico. El sistema judicial, con magistrados prorrogados y sentencias a medida, ha perdido legitimidad. No actúa como árbitro neutral, sino como herramienta de persecución. La seguridad jurídica está en entredicho, lo que aleja inversiones y refuerza la desconfianza. Las elecciones de 2025 se perfilan como un proceso incierto y fragmentado, sin candidatos capaces de construir mayorías estables. Esto anticipa un escenario de gobernabilidad débil, donde las minorías vetarán las reformas necesarias, perpetuando el estancamiento.
Al mismo tiempo, el uso patrimonialista de la política ha alcanzado niveles grotescos. Candidatos que postulan a hijos, sobrinos o cónyuges como suplentes reflejan una cultura de poder familiar incompatible con la meritocracia. El servicio público se ha degradado al punto de convertirse en botín, y la falta de cuadros técnicos preparados agrava la improvisación. Muchos aspirantes a cargos no tienen experiencia relevante; son figuras recicladas de sindicatos, exfuncionarios con prontuario o activistas sin formación económica ni legal. En este contexto, cualquier intento de reforma profunda se estrella contra la mediocridad institucionalizada.
Frente a este panorama, la salida no es un hombre fuerte ni una elección más, sino una refundación de la política. Bolivia necesita reconstruir sus instituciones desde la ética y la competencia, diversificar su economía con visión de futuro y, sobre todo, recuperar la confianza de su gente. El tiempo de los caudillos ha terminado; lo que el país exige es un pacto social profundo que supere la lógica del corto plazo y devuelva sentido al bien común. Si la incertidumbre política sigue marcando el rumbo, la economía no solo se hundirá más: lo hará arrastrando consigo toda esperanza de reconstrucción democrática.