
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
Desde 2006, con la llegada del MAS al poder, Bolivia adoptó un modelo estatal que buscó integrar a sectores históricamente excluidos —campesinos, indígenas y trabajadores informales— en el centro de la política. La nueva Constitución y el Estado Plurinacional simbolizaron una ruptura con la democracia liberal, priorizando el diálogo con organizaciones sociales. No obstante, tras casi dos décadas, esta apuesta derivó en una crisis de representación, cooptación institucional y deterioro de la vida ciudadana, evidenciando que la promesa de democratización desde abajo terminó desvirtuada.
En este nuevo orden político, los sindicatos no solo se fortalecieron como intermediarios ante el Estado, sino que adquirieron cuotas de poder decisivas. Algunos, como las federaciones cocaleras, los gremios de comerciantes o los sindicatos del transporte, dejaron de cumplir su rol clásico de defensa laboral para convertirse en actores con control territorial, económico y político, muchas veces sin supervisión estatal ni mecanismos claros de rendición de cuentas.
El sindicato cocalero del Chapare ilustra cómo una organización social puede transitar de actor reivindicatorio a poder fáctico. Nacido en los años 80 como respuesta a la represión contra los cultivos de coca, utilizó bloqueos como herramienta de presión hasta convertirse en una fuerza política que catapultó a Evo Morales a la presidencia. Con el tiempo, su poder transformó al Chapare en un enclave donde el Estado es marginal: la ley se aplica a conveniencia, la Policía apenas opera y el control real recae en los sindicatos. Lo que comenzó como una causa campesina legítima mutó en una estructura paraestatal que reemplaza al Estado de derecho en la vida cotidiana de la región.
Los sindicatos campesinos han actuado como brazo político del MAS, realizando labores de inteligencia social, propaganda y adoctrinamiento. Sus estructuras han servido como cantera para cuadros destinados a consejos municipales, asambleas departamentales y el parlamento. Esta simbiosis entre sindicalismo y poder ha generado distorsiones profundas en la democracia boliviana. Los líderes sindicales, muchos perpetuados en sus cargos durante décadas, raramente rinden cuentas ante bases cada vez más desmovilizadas y manipuladas.
La corrupción en instituciones públicas, como alcaldías e instituciones descentralizadas, ya no se limita a las autoridades formales. También han surgido grupos informales de niveles medios e inferiores que exigen pagos a cambio de agilizar trámites. La inamovilidad laboral protegida por la legislación y la defensa sindical refuerzan la impunidad, dificultando sanciones efectivas incluso ante faltas graves.
En empresas de servicios como cooperativas de telecomunicaciones o de agua potable, monopolios naturales sin competencia, los sindicatos han logrado convertirlos en feudos donde los trabajadores heredan sus empleos a familiares. Además, han conseguido aumentos salariales consecutivos hasta niveles insostenibles, llevando a algunas cooperativas a la quiebra técnica. El ciudadano, cautivo de estos servicios esenciales, termina financiando privilegios corporativos mediante tarifas infladas o servicios deficientes.
El transporte público también refleja esta problemática. Los sindicatos imponen cuotas de afiliación y pagos periódicos que, en algunos casos, han sido objeto de desfalcos impunes. Con poca transparencia interna y mecanismos de rendición de cuentas inexistentes, estas organizaciones paralizan calles y carreteras a voluntad, restringiendo la movilidad bajo intereses sectoriales.
Una de las expresiones más graves de esta distorsión se encuentra en los sindicatos de comerciantes. Los mercados, que deberían ser espacios públicos administrados por los municipios, han sido capturados por grupos familiares que, bajo la figura sindical, imponen su autoridad por encima de las alcaldías. Cobran cuotas para ejercer el comercio, clausuran puestos, expulsan a quienes no pagan y otorgan préstamos con altos intereses. Estos sindicatos, conocidos también como gremiales, han llegado a considerar mercados y calles como propiedad privada. Venden casetas y puestos en la vía pública, creando una lógica de “derechos adquiridos” que intimida a las autoridades. Comerciantes con escasa formación adquieren estos espacios creyendo ser propietarios, cuando en realidad son terrenos públicos privatizados de facto por mafias sindicales.
Lo más preocupante es que esta dinámica ha sido normalizada e institucionalizada en el sistema político boliviano. Los sindicatos no solo pueden paralizar el país, sino que han consolidado su rol como interlocutores privilegiados del Estado, a menudo por encima de las instituciones democráticas. El “Estado Plurinacional” ha legitimado esta relación mediante negociaciones directas, prebendas y cuotas de poder, creando un sistema donde el corporativismo define políticas que afectan a toda la sociedad.
La aspiración máxima de muchos dirigentes revela la perversión del sistema: permanecer “en comisión” indefinidamente (cobrando salario sin trabajar), convertirse en políticos o integrar instancias como el directorio de la Caja Nacional de Seguridad Social, donde la ausencia de controles permite el enriquecimiento ilícito. Sin formación ni competencias técnicas, acceden a posiciones desde donde toman decisiones nacionales basadas en ignorancia o interés sectorial.
A pesar de las distorsiones, criticar a los sindicatos sigue siendo visto como una traición a los movimientos sociales. Esta narrativa dominante ha anestesiado a la sociedad, que tolera una situación que socava al Estado y deslegitima a los mismos sindicatos. El cambio parece una quimera, sin condiciones políticas, económicas ni sociales para hacerlo realidad. Así, Bolivia permanece atrapada en un ciclo de corrupción, ineficiencia y desconfianza, con una salida cada vez más lejana.
Por eso resulta difícil mantener la esperanza. Las estructuras de poder, tanto sindicales como políticas, están demasiado entrelazadas como para ceder ante reformas superficiales. El camino hacia una transformación real se estrecha, mientras la posibilidad de una solución duradera se desvanece frente a la magnitud del abuso que impregna todos los niveles de la sociedad. La lucha por la libertad y la justicia en Bolivia se ha vuelto una utopía, condenada a repetirse en los mismos círculos viciosos de un sistema que se alimenta de la mediocridad y la sumisión.
Miguel Angel Amonzabel Gonzales es investigador y analista socioeconómico.