Por: Enrique Gomáriz Moraga / Latinoamérica21
Explicar las causas de la rotunda victoria de Donald Trump en las pasadas elecciones requiere examinar varios tipos de factores si no se quiere simplificar. Claro, la economía desde luego, pero no solo. Se me ocurren al menos tres ámbitos importantes para captar esa victoria o, visto en el sentido opuesto, la notable derrota de la vicepresidenta Kamala Harris: a) aciertos y errores de estrategia electoral, b) capacidad de conexión con las preocupaciones del electorado, incluyendo las socioeconómicas, y c) un asunto que tiene un gran calado, aunque no sea tan visible, como es la revuelta cultural en curso.
Observar la curva de las intenciones de voto es un buen referente de los errores de estrategia electoral del partido demócrata. El desgaste del presidente Biden se agravó radicalmente con el resultado del debate electoral: la ventaja de Trump dio un salto considerable en los gráficos. Pero la decisión tardía de hacerse a un lado fue acompañada de una precipitada designación de su vicepresidenta. Nadie respondió la observación que formuló un dirigente demócrata: “no importa tanto lo simpática y progresista que nos parezca Kamala, sino si eso es lo que realmente necesitamos para impedir que Trump regrese a la Casa Blanca”.
Por su parte, la nueva designada eligió una campaña de diferenciación y contraste, que se reflejó en la selección del candidato a vicepresidente, en la persona de Tim Walz, un referente del sector izquierdista del partido. Fue la mejor muestra de que Harris no buscaba competir por los votos del centro sino tratar de arrastrar a sus seguidores mediante el entusiasmo del discurso progresista. Un entusiasmo que contagió a muchos medios, periodísticos y demoscópicos. Pero era una apuesta arriesgada.
De hecho, todo indica que el discurso de Harris no conectó claramente con las preocupaciones de los habitantes de la América profunda. Mientras que los republicanos se dedicaron a responder puntualmente a las inquietudes de las localidades rurales y de la periferia urbana, en muchos casos con promesas incumplibles, pero bien focalizadas, el discurso de Harris era mas bien generalista y cargado de señales progresistas. Por otra parte, tenía la dificultad de intentar desprenderse del legado de Biden, en particular el aumento de la inflación y la permisividad en asuntos de inmigración.
Así las cosas, se produjo el debate electoral entre las dos candidaturas, en el que Harris se mostró capaz de seguir atinadamente el guion previamente preparado por sus asesores, mientras Trump elegía el de la improvisación de un personaje apreciablemente fatigado. Por eso hubo coincidencia en que la vicepresidenta salió victoriosa del debate. Eso fue interpretado por mucha gente como un anticipo de su victoria electoral. Lástima que para septiembre los votantes republicanos ya habían decidido su voto en más de dos tercios de ese electorado. Y lo hacían a partir de la imagen de que Trump enfrentaba a una candidatura de corte izquierdista radical.
Se iniciaba así la última fase de la campaña, en la que los candidatos tenían que cuidarse especialmente de evitar errores no forzados. Harris centró su discurso en la unidad nacional, al tiempo que arremetía directamente contra Trump. Pero dado que su oponente llevaba tiempo haciendo esos ataques personalizados, no sonaba muy estridente que ella lo hiciera. Sin embargo, sorprendentemente, Trump no tuvo ningún cuidado con sus excesos. Sus exabruptos sobre negros y portorriqueños se hicieron presentes e inmediatamente virales al final de la campaña. Otro dato para aumentar el optimismo demócrata. Pero entonces apareció un nuevo votante de Trump, aquel que declaraba que le votaría, aunque le desagradaba bastante su comportamiento personal y social. Aparecía así el voto pragmático, que era sólo una parte del voto oculto que no había querido manifestarse en las encuestas.
Pero todos estos factores parecen aglutinados por otro de carácter cultural, mas simbólico e ideológico: la revuelta contra la cultura progresista o, como se ha popularizado en Estados Unidos, la cultura woke. Cuando se produjo la contienda con Hillary Clinton, esa rebelión tenía una mayor referencia a la connotación elitista que supuestamente representaba. En esta oportunidad, aunque ese rechazo al elitismo cultural ha estado presente, la rebelión ha adoptado un carácter más sustantivo contra los valores progresistas.
Así, la alianza contra el trumpismo que pretendía Harris parece haberse vuelto en su contra. Frente a su feminismo, los jóvenes, latinos y afroamericanos; frente a sus llamados a los sindicatos, los trabajadores industriales preocupados por la inflación y la protección de la industria nacional; frente a su reivindicación del aborto legal, el rechazo de las mujeres del mundo rural y evangelista. Por otro lado, en el campo progresista, también han restado quienes han considerado que Harris se ha quedado corta respecto de la condena de la guerra en Gaza o el problema de las armas en el escenario nacional.
Esa rebelión contra la cultura progre no se manifiesta únicamente en Estados Unidos, es un fenómeno mundial. Todo indica que la ampliación de los derechos humanos realizada en los últimos treinta años no tenía el consenso que se suponía. Para muchos, más que nuevos derechos son expresiones de deseo que se han instalado en el discurso progresista. Parece que durante algún tiempo esas derivaciones no provocaron más que un resentimiento silencioso de buena parte de la sociedad civil, pero cada vez toma mayor forma expresiva y política. Se ha dicho que algunos estándares han ido demasiado por delante de la gente común. Pero si eso fuera así, el problema referiría a una falta de suficiente deliberación democrática, que reflejaría una imposición valórica contraria a la democracia comunicativa.