Hamilton Garcia de Lima/Latinoamérica21
Desde hace algún tiempo, el filósofo y pensador brasileño Roberto Mangabeira Unger insiste, desde su cátedra en la Universidad de Harvard, sin mucha repercusión en Brasil, en que «el problema fundamental de nuestro país no es la desigualdad -aunque esta sea un gran problema-, sino la mediocridad». «Tenemos las herramientas para salir de la mediocridad, pero no tenemos el proyecto», afirma el eminente pensador. Observando más de cerca la evolución de nuestro presidencialismo, vemos que la mediocridad es su ethos, así como su modus operandi.
Desde que el Partido de los Trabajadores llegó al poder, intentando conciliar su histórica estrategia de clase con la estrategia del bienestar -donde la revolución se limitaba a tres comidas en la mesa del trabajador-, descubrió la fórmula del consenso político en el Programa de Bolsa Familia, donde la transformación social ya no necesitaba ningún cambio efectivo en el orden dominante, como se suponía anteriormente con la propuesta del Programa Hambre Cero. Bastaba con «poner a los pobres en el presupuesto», manteniendo los privilegios históricos en nombre de la gobernabilidad, para que se produjera el milagro de multiplicar los votos – preservando, por supuesto, la retórica comprometida y radical.
El gran éxito político-electoral de la fórmula la convirtió en «el programa máximo» del PT, sin que la izquierda del partido dejara de considerarla «el programa mínimo». Mientras Lula anunciaba, entre aplausos internacionales, que la gran tarea de su(s) gobierno(s) sería llevar tres comidas a la mesa para los pobres, la izquierda del PT hizo uso de la alquímia política para fomentar la polarización política («nosotros y ellos») en busca del llamado «gobierno popular.»
Todo parecía ir bien hasta que un levantamiento popular, en 2013, y el desastroso gobierno de Dilma Rousseff allanaron el camino para otro impeachment (2016) y un vacío de poder que el centro democrático no pudo ocupar por muchas razones que no caben en este texto. El freno del gobierno interino de Temer no pudo impedir el giro de la sociedad hacia la derecha, estratégicamente desafiada por Bolsonaro.
El regreso del PT al poder, bajo el manto de un «frente amplio», aprovechando la habitual impotencia del centro democrático en su entropía político-intelectual, era inevitable. Pero este frente sólo allanó el camino para otro gobierno petista y su histórica falta de preparación para enfrentar los grandes desafíos nacionales, a pesar de su fuerte atractivo popular. Una paradoja en los términos que refuerza y renueva el pacto de mediocridad.
El problema de la otrora imbatible fórmula es que la estrategia del bienestar está perdiendo apoyo entre las clases trabajadoras, que buscan cada vez más un lugar mejor en el mercado de oportunidades, bajo la influencia de iglesias evangélicas que propugnan el individualismo de la «teología de la prosperidad». La idea de que las personas dependen del «Señor Estado» sólo se mantiene en el nordeste de Brasil, no por casualidad bastión de las viejas tradiciones patrimoniales. El PT echó allí sus nuevas raíces, con la esperanza de revivir la vieja alianza «obrero-campesina», pero esta fórmula ha perdido atractivo entre el proletariado urbano, que parece haber perdido la fe en cualquier avance por el camino de “la igualdad en la pobreza».
El Centrón – conjunto de varios partidos, sin un perfil ideológico muy bien definido y siempre dispuestos a respaldar el gobierno de turno a cambio de cargos y fondos públicos – tras el fracaso de Bolsonaro y la continua flexibilidad programática de los partidos, ha consolidado su protagonismo. Bajo el liderazgo del presidente de la Cámara de Diputados, Arthur Lira, el Centrón ha pasado de ser un mero contrapoder empresarial a convertirse en un verdadero “partido moderador”, dispuesto a apoyar al gobierno de turno a través de cargos, pero sin renunciar a su cosmovisión liberal-patrimonialista, y por lo tanto, mediocre.
Ello no ha impedido que, bajo la conducción del ministro de Economía, Fernando Haddad, se hayan puesto en marcha reformas estructurales racionalizadoras. El problema es que este camino es constantemente hostigado por los sectores más a la izquierda del propio PT, lo que hace aún más difícil la acción de gobierno y lo deja a merced del Centrón.
La posibilidad de desarrollo democrático de Brasil se ha enfrentado, hasta ahora, con nulidades políticas, que son capaces de producir una fuerte movilización social, pero incapaces de asumir un papel de liderazgo, es decir, de conducir al país hacia la emancipación económica y social. Se esperaba que el gobierno de Lula III, tras el desgobierno de Bolsonaro, funcionara como un camino hacia esta emancipación, pero sus tendencias demagógicas en medio de la ausencia de líderes políticos alternativos podrían poner en peligro esa tarea.
El PT no tiene un papel de liderazgo positivo dentro del actual gobierno ni fuera de él. Al contrario, está alimentando el desgarramiento del frente amplio que lo sustenta, con la esperanza de ejercer una hegemonía restringida a sus miembros.
La izquierda brasileña, marcada por la mediocridad y obsesionada con el pasado, que nunca ha comprendido bien, se balancea sobre la vana expectativa de una transformación utópica. La reconstrucción democrática del país, sin embargo, exige claridad, capacidad crítica y coraje por parte de los líderes políticos y sociales. Cualidades que apenas se perciben entre la mayoría de los actuales dirigentes de Brasil.
Sólo cabe esperar que los difíciles tiempos que se avecinan despierten mentes bien pertrechadas, en el gobierno y en la oposición, capaces de redescubrir el camino del desarrollo en medio de las nuevas posibilidades y retos de la reconfiguración internacional, cuyo horizonte es siniestro.
Hamilton Garcia de Lima es cientista político. Profesor de la Universidad Estatal del Norte Fluminense – UENF (Brasil). Doctor en Historia Contemporánea, por la Univ. Federal Fluminense (UFF) y Magíster en Ciencia Política por Unicamp.