
Por: Gary Antonio Rodríguez Álvarez
Cuenta la historia que hace 2025 años pasó algo muy importante: En una noche esplendorosa, nació un niño en Belén, no se trató de un bebé cualquiera, sino, del Hijo de Dios hecho hombre, quien, de acuerdo con la profecía de cientos de años atrás, llegaría a ser llamado Príncipe de Paz. Pese a ello, Jesús no nació en un palacio -sus padres no eran ricos- tampoco nació en una “cuna de oro”, más bien, en un establo, en un pesebre -un comedero para animales- algo que se aprecia en los arreglos navideños cada 25 de diciembre para recordar ese humilde hecho, y aunque está bien hacerlo, valdría la pena preguntarse: ¿Eso es todo? ¿Es el nacimiento de Jesús lo más importante a recordar en Navidad?
El nacimiento de Jesús fue extraordinario, sí. Dios se hizo carne y entró en la Historia de la Humanidad sin privilegios -por el amor que nos tuvo el Padre- en un acto de humildad, que salvaría a un mundo perdido. Pero, si todo hubiera acabado en Belén, Jesús no pasaría de ser una hermosa historia inconclusa. De hecho, lo es, para quienes adoran al “niño Dios”, al llegar hasta ahí su entendimiento.
Lo cierto es que la importancia de la venida de Jesús no está en cómo empezó, sino en cómo vivió y terminó su misión, luego de un arduo proceso durante el cual no claudicó. Como dijo el sabio Salomón con claridad meridiana: “Mejor es el fin del negocio que su principio”. Al final del día, lo que cuenta en la vida de los seres humanos no son las intenciones, sino las obras, buenas o malas.
El resultado de la vida de Jesús, que nació sin pecado, fue una existencia vivida sin pecar, sin dobleces ni máscaras. Jesús fue verdaderamente admirable: caminó entre los pobres, enfrentó a los intocables, confrontó a los poderosos, amó sin condiciones y dijo la verdad aun cuando ello lo conduciría a la cruz. No podía ser de otra manera, siendo que Él mismo dijo que era “el Camino, la Verdad y la Vida”. No fue un líder de discursos vacíos, tampoco un comerciante de la fe. Fue coherencia viva, el Verbo hecho carne, y luego, carne entregada en sacrificio.
De ahí que, el sentido del cristianismo no debería estar en el pesebre, sino en la cruz, en una muerte cruenta y dolorosa, en la que Jesús pagó por algo que no debía. Allí no hubo aplausos, luces, ni celebraciones. Más bien, abandono, dolor, sangre, silencio y oscuridad. Sin embargo, allí se selló nuestra redención. La cruz no fue un accidente ni una tragedia sin sentido: fue un acto de supremo amor, un amor inimaginable, un amor que duele, un amor de entrega, un amor que salva.
Cuando todo parecía perdido, luego de la muerte de Jesús, llegó el tercer día: ¡La tumba vacía, la resurrección! ¡El punto culminante de su obra!
Sin resurrección, la cruz sería un martirio más y, la resurrección, un milagro sin propósito. Pero, ambas juntas dan cuenta de su misión en la tierra y del sentido de la Navidad. Jesús no nació para ser admirado una noche al año, sino, para transformar vidas a diario.
Por eso duele -y aquí es inevitable meter el dedo en la llaga- ver cómo en nuestros tiempos el nombre de Cristo es manchado por quienes predican sacrificio, pero buscan una vida de ostentación; que hablan de humildad, pero quieren ser como las estrellas de Hollywood y utilizan palabras bonitas para engrosar sus ganancias, aunque esto no es nuevo. El apóstol Pedro había advertido con crudeza sobre los falsos maestros, cuando dijo: “Muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado; y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas”.
No se trata de juzgar, sino, de confrontar con amor, porque el mayor daño no es solo institucional: es espiritual.
Cada escándalo, cada abuso, cada mentira, cada engaño, cada error doctrinal, hiere la imagen de Jesucristo ante un mundo que critica tal “cristianismo”, con escepticismo. Cristo no murió en la cruz para que su nombre sea usado como marca comercial ni como un gancho para la codicia, a costa de la buena fe, la necesidad o ignorancia de la gente.
La Navidad nos debe llamar a entender que debería ser algo más que un arbolito con luces, mucho más que adornos, muchísimo más que regalos. Nos debe llamar a revisar si en nuestro comportamiento tratamos de parecernos a Jesús. Nos debe invitar a preguntarnos qué refleja nuestra manera de pensar, de hablar, de actuar y de vivir.
Porque un cristiano no es tal, por lo que dice, sino, por lo que hace, por la forma que exterioriza en sí el fruto del Espíritu Santo. Y, no un fruto cualquiera, sino: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio propio, como un adorno del alma. Ese es el verdadero regalo que el mundo precisa ver y que el Padre espera de nosotros.
La Navidad debería llevarnos a recordar la venida de Dios al mundo: nació sin pecado, vivió sin pecar, se hizo pecado por nosotros, murió en nuestro lugar y resucitó para darnos vida por la eternidad. A partir de ahí, llevarnos a preguntar: “¿Qué ve la gente en mí?” Si ve a Jesús, entonces, a festejar…
(*) Economista y Teólogo












