Oruro

El desafío de convertir los feudos políticos en instituciones

Por: Ronald Nostas Ardaya

Cuando se trata de explicar las razones estructurales del constante conflicto político y del atraso económico sostenido, se suele identificar a la pérdida de institucionalidad como una de las causas principales. Aunque el concepto está en el discurso público y en la agenda política, no se comprende en su verdadera dimensión ni se advierte la gravedad de su ausencia.
En su definición académica, la institucionalidad es el conjunto articulado de normas, valores, procedimientos y comportamientos que regulan la vida social, en el marco del Estado de derecho. No se limita a la existencia de leyes o de entidades públicas. Implica también la garantía de que esas reglas son estables, justas y neutrales; que no cambian al ritmo de los intereses de los gobernantes; y que el servicio público y el funcionamiento de las entidades estatales se rige por principios constitucionales, no por cuoteo de partidos o delirios de caudillos.
La institucionalidad no es un mero formalismo jurídico. Incluye también la eficiencia de los organismos de control, la cultura cívica, la idoneidad en la gestión pública, la rendición de cuentas y el respeto a la separación de poderes. Es decir, no es solo la existencia de instituciones, sino la calidad, estabilidad y efectividad con que estas funcionan.
La desinstitucionalización es lo opuesto: ocurre cuando las reglas y procedimientos dejan de ser los referentes del comportamiento público y privado, y son reemplazados por decisiones arbitrarias, intereses partidarios, presiones corporativas o poderes informales.
Lamentablemente, Bolivia nunca consolidó una institucionalidad plena, en parte por la naturaleza presidencialista de nuestro sistema democrático, la frivolidad de las élites gobernantes y la ausencia de un proyecto de nación sostenido. Estos factores explican la práctica recurrente de modificar leyes según la coyuntura, el autoritarismo del Poder Ejecutivo, la erosión de la independencia judicial, y el sometimiento de entidades de fiscalización.
Quizá el síntoma más visible de la desinstitucionalización sea el nombramiento de autoridades. Las Constituciones de 1967 y 2009 establecen que, entre las funciones de la Cámara de Diputados está la de “Proponer ternas al Presidente del Estado para la designación de presidentes de entidades económicas y sociales, y otros cargos en que participe el Estado”. Este mandato no se cumple, y pese a contar con mayoría parlamentaria, desde hace décadas las máximas autoridades del Banco Central, Aduana Nacional, Impuestos Internos, COMIBOL, ENDE, YPFB, INRA, ABC, BOA, SENASAG, ENTEL, la Caja Nacional de Salud, las Autoridades de Fiscalización y otras, son designadas discrecionalmente por el Presidente del Estado, sin más requisito que su voluntad. El mecanismo se repite en el caso de Gobernadores, Ministros y Alcaldes que tienen (o creen tener) la potestad de nombrar a cualquier funcionario en su institución, muchas veces por vínculos de compadrazgo, nepotismo, o cuoteo.
Esta práctica conduce a interinatos prolongados y, frecuentemente, a la designación de personas sin formación, experiencia, ética ni idoneidad para desempeñar cargos públicos, lo que genera a su vez la pérdida de legitimidad, desconfianza ciudadana, reemplazo del mérito por lealtad, politización extrema, aumento de la burocracia, despilfarro de los recursos públicos, ineficiencia generalizada y corrupción sistémica.
Pero la institucionalidad no se limita al Estado. Las organizaciones de la sociedad, sean empresariales, políticas, cívicas, sindicales, o de cualquier índole, también requieren institucionalidad para funcionar de manera legítima. Cuando carecen de reglas claras, renovación de liderazgos y mecanismos de representación genuina, caen en prebendalismo, manipulación, captura política y caudillismo. Se vuelven estructuras volátiles, corruptibles y funcionales, que trasladan su conflictividad interna al espacio público.
Pese a que algunas cuentan con normas y procesos estables y participativos; la mayoría funcionan mediante prácticas informales, decisiones discrecionales o liderazgos personalistas, donde el poder se ejerce más por presión o por intereses creados que por legitimidad representativa.
No es exagerado afirmar que el futuro de Bolivia dependerá de nuestra capacidad para restaurar y fortalecer la institucionalidad estatal y social. Sin ellas, no habrá estabilidad política, seguridad jurídica, ni desarrollo económico; y ningún proyecto nacional será viable. Esto pasa, entre otras medidas, por derogar el Estatuto del Funcionario Público y la Ley del Control Social; recuperar el servicio público, eliminar la discrecionalidad e incluir principios como la impugnación social, la rendición de cuentas y la transparencia plena.
Reconstruir la institucionalidad es una responsabilidad ineludible. El gobierno actual tiene apoyo ciudadano y mayoría parlamentaria para iniciar este proceso, y puede elegir si la restablece o la sigue destruyendo. Esperemos que tome la decisión correcta.

Industrial y ex Presidente de la Confederació de Empresarios Privados de Bolivia


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