Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales, investigador y analista socioeconómico
Bolivia inicia una nueva administración con Rodrigo Paz como presidente y Edman Lara como vicepresidente, en un contexto complejo, dolorosamente familiar, pero con destellos de esperanza. En los mercados se han visto señales alentadoras: un retroceso del dólar paralelo y una caída del riesgo país hasta niveles inferiores a los 1.000 puntos. No son triunfos definitivos, pero para muchos bolivianos representan un respiro tras años marcados por crisis institucionales como sociales, denuncias de corrupción y fracturas sociales.
Esta expectativa debe manejarse con prudencia. La historia boliviana muestra que los primeros seis a doce meses de un gobierno son decisivos: pueden consolidar una nueva arquitectura estatal o reproducir un ciclo de entusiasmo, errores y desilusión. La presidencia transitoria de Jeanine Áñez es un ejemplo aleccionador. Su mandato, destinado a convocar elecciones, quedó empañado por denuncias de sobreprecios en insumos médicos, uso indebido del avión presidencial e irregularidades en contratos de empresas públicas como YPFB, ENTEL y BoA. Esa etapa evidenció que incluso un gobierno de transición puede caer en los mismos vicios del poder sin institucionalidad.
Pero sería ingenuo atribuir la crisis moral del país únicamente a un gobierno de once meses de Añez. La corrupción en Bolivia es más antigua que la República, nació con la independencia y se transformó con cada régimen. Lo distinto en las dos últimas décadas fue su escala: se multiplicó la discrecionalidad estatal, se destruyó lo poco que quedaba de institucionalidad, se convirtieron en cúpulas de poder a dirigentes de organizaciones sociales que actuaron por encima de la ley, y la Contraloría General del Estado se redujo a un adorno que no incomodaba a nadie. El resultado fue un Estado administrado como botín político, donde el tráfico de influencias, los contratos dirigidos, las adjudicaciones sin competencia y la impunidad judicial se convirtieron en parte de la normalidad.
De los numerosos casos de corrupción y pérdidas multimillonarias, tres ejemplos destacan por su magnitud económica y su impacto ético. Primero, los arbitrajes internacionales perdidos contra empresas extranjeras, como el caso Quiborax, que costó al país 42,6 millones de dólares debido a una defensa jurídica deficiente y decisiones políticas que agravaron el conflicto. En total, las pérdidas derivadas de fallos adversos en arbitrajes se acercan a los 715 millones de dólares, una cifra que en cualquier país con institucionalidad sólida habría provocado renuncias y procesos legales, pero que en Bolivia se diluyó entre excusas y propaganda oficial.
Segundo, los contratos con la empresa china CAMC, por un valor estimado entre 557 y 574 millones de dólares, mostraron un patrón sistemático de tráfico de influencias, licitaciones direccionadas y vínculos políticos que socavaron la credibilidad del gobierno. Tercero, el caso más simbólico de impunidad y traición a los sectores históricamente excluidos: el Fondo Indígena. Entre desvíos denunciados que van de 6,8 a 200 millones de dólares y un daño verificado de al menos 14,9 millones en proyectos fantasmas, el FONDIOC mostró que se puede robar incluso en nombre de los más pobres. La crueldad llegó a niveles extremos cuando el denunciante principal del fraude terminó encarcelado, trasladado de prisión en prisión, sometido a un deterioro psicológico brutal que contribuyó a su muerte.
Si Paz y Lara quieren preservar la credibilidad política con la que inician su administración, deben asumir que no habrá pacto moral posible sin una investigación rigurosa y completa de los últimos veinte años. Ese proceso implica rastrear fortunas y patrimonios de altos dirigentes y sus entornos empresariales, auditar a fondo empresas estratégicas como ENTEL, YPFB, BoA, ENDE, ENFE y todas las empresas públicas de reciente creación, examinar la responsabilidad de firmas auditoras que pudieron encubrir información, y transparentar digitalmente toda contratación pública. El país no puede acostumbrarse a que los escándalos sean meras anécdotas de sobremesa.
Pero investigar el pasado no será suficiente si no se corrigen las condiciones que hicieron posible la corrupción. Bolivia necesita reposicionar a la Contraloría como una institución técnica autónoma capaz de frenar irregularidades antes de que ocurran, reformar la Ley SAFCO para cerrar los vacíos que permiten sobreprecios y direccionamiento en adquisiciones, y transformar la Policía Nacional, donde existen mandos que incrementaron patrimonios imposibles de justificar incluso ahorrando el 100% de su salario por décadas. También es imprescindible profesionalizar la investigación criminal para evitar que inocentes sean encarcelados mientras los verdaderos culpables gozan de protección política o judicial.
Bolivia tiene, quizá por primera vez en mucho tiempo, una posibilidad real de romper el ciclo histórico donde los gobiernos llegan prometiendo renovación y se marchan dejando la misma decepción. La lucha contra la corrupción no es una tarea administrativa: es el cimiento de la estabilidad económica, la convivencia social y el futuro democrático del país. Sin ella, el entusiasmo de hoy será apenas otro capítulo de frustración nacional. Con ella, en cambio, el gobierno podría recuperar millones para el Estado, restaurar la confianza pública y demostrar que no hay impunidad garantizada para nadie, sin importar su cargo ni su bandera política.
En esta batalla no se juega solo la reputación del nuevo gobierno. Se juega la posibilidad de que las próximas generaciones no crezcan creyendo que la corrupción es una forma aceptable de ascenso social. Si Paz y Lara fracasan en este desafío, Bolivia volverá al mismo punto de partida, repitiendo la misma historia que la ha condenado por casi dos siglos. Pero si triunfan, habrán cambiado algo más que un ciclo político: habrán cambiado la cultura del poder. El tiempo, y sólo el tiempo, dirá si este gobierno pasará a la historia como otro espejismo de esperanza o como el que finalmente decidió enfrentarse al saqueo permanente del Estado.














