Columnistas

El gobierno de Rodrigo Paz necesitará tiempo

Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales

La llegada de Rodrigo Paz Pereira como sexagésimo octavo presidente de Bolivia marca un nuevo momento político en un país acostumbrado a cambios de rumbo constantes. El número en sí mismo ilustra una historia de discontinuidad: sesenta y ocho mandatarios en menos de dos siglos evidencian una institucionalidad frágil y una tendencia persistente a buscar soluciones rápidas a problemas estructurales. En el imaginario nacional, aún existe la creencia de que un nuevo presidente puede transformar la realidad de inmediato. Sin embargo, la experiencia histórica indica lo contrario.

Bolivia ha transitado entre modelos contrapuestos: gobiernos militares y civiles, estatismo y liberalismo, socialismo retórico y aperturas pragmáticas. Estas oscilaciones no solo han generado incertidumbre, sino que han impedido la construcción de una estructura institucional duradera. La falta de continuidad ha sido más determinante que cualquier orientación ideológica. Sin instituciones estables, ningún proyecto, por más ambicioso que sea, puede sostenerse en el tiempo. Ese es el desafío central que recibe Rodrigo Paz: gobernar un país con bases debilitadas que requieren reconstrucción, no meros ajustes.

En este contexto, es importante revisar la raíz de una expectativa común entre parte de la población: la idea de que la economía puede recuperarse en cuestión de semanas o meses. Esta expectativa ignora las lecciones más claras de la historia reciente. La estabilización económica es siempre un proceso gradual, complejo y, sobre todo, políticamente desgastante.

Un antecedente clave es el gobierno de Víctor Paz Estenssoro (1985-1989). Enfrentó una hiperinflación que alcanzó cifras extraordinarias y empobreció a gran parte de la población. La estabilización lograda con el Decreto 21060 sentó las bases para el ordenamiento macroeconómico posterior, pero los efectos positivos no se sintieron de inmediato. La población recién percibió señales de alivio hacia el tercer año de gestión. Esa experiencia demuestra que los ajustes estructurales requieren tiempo, disciplina y, sobre todo, estabilidad política. Ningún país ha logrado una recuperación sólida sin estos elementos.

La historia reciente ofrece otros ejemplos. Cuando Evo Morales asumió la presidencia en 2006, el contexto internacional era favorable: reservas internacionales altas, exportaciones de gas sostenidas y precios de materias primas en ascenso. Se proyectó un ciclo de inclusión y modernización. Sin embargo, la gestión creció en tamaño y complejidad administrativa, volviéndose excesivamente burocrática. Una parte importante de las políticas no se pudo escalar de manera eficiente. A pesar del crecimiento inicial, la falta de diversificación productiva y la dependencia de recursos extractivos dejaron al país expuesto.

Algo similar ocurrió con Luis Arce Catacora. Su victoria electoral en primera vuelta generó expectativas de recuperación rápida tras la pandemia. Sin embargo, la economía entró en un ciclo descendente: disminución de reservas, tensiones cambiarias, estancamiento productivo y deterioro de la confianza. Al agotarse el modelo, el voto ciudadano se transformó en un mecanismo de sanción política. La victoria de Rodrigo Paz refleja ese cansancio: la población demanda cambio, pero teme que las soluciones vuelvan a quedarse en el discurso.

El nuevo presidente enfrenta una situación que combina desequilibrios fiscales, inflación acumulada, deuda en aumento y reservas internacionales reducidas. Además, debe lidiar con un sistema político que ha resistido la renovación de liderazgos. Por ello, el desafío de Paz no es solamente económico, sino institucional: reconstruir la confianza en el Estado y en la capacidad de gobierno.

Uno de los gestos iniciales más significativos fue el giro en política exterior. La presencia de delegaciones de países vecinos y de Estados Unidos, junto con la ausencia de representantes del ALBA, marca un retorno a la inserción internacional pragmática. Bolivia vuelve a mirar hacia espacios de negociación global antes que a alianzas políticas ideologizadas. Esto no garantiza resultados inmediatos, pero sí establece un marco más favorable para la estabilidad y la inversión.

El discurso presidencial planteó cuatro ejes principales: Estado de Derecho y lucha contra la corrupción; austeridad y reforma estatal; inclusión productiva con enfoque regional; y apertura internacional orientada a la modernización económica. Todos estos puntos responden a problemas conocidos, pero requieren más que voluntad: necesitan continuidad, acuerdos y una administración pública capaz de ejecutarlos. La lucha contra la corrupción no solo exige sanción, sino también prevención y simplificación institucional.

La austeridad no debe ser sinónimo de recorte indiscriminado, sino la eliminación de la burocracia y reasignación de recursos. La inclusión económica requiere integrar a quienes han trabajado históricamente fuera del marco tributario y financiero formal. Y la apertura no puede limitarse a la retórica diplomática; debe traducirse en oportunidades para exportar, innovar y diversificar.

La verdad incómoda es que la recuperación no será inmediata. No habrá resultados en tres semanas ni en tres meses. Incluso con disciplina fiscal, claridad en los mensajes y transparencia en la obra pública, los efectos positivos tardarán en consolidarse. Lo más probable es que recién empiecen a percibirse hacia el tercer año de gestión. Es en ese lapso donde se medirá la capacidad de Paz para sostener su proyecto frente al desgaste político natural y la impaciencia social.

Miguel Angel Amonzabel Gonzales es investigador y analista socioeconómico.

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