Por: Ronald Nostas Ardaya, Industrial y ex Presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia
El voto mayoritario de los bolivianos, motivado principalmente por la crisis económica, decidió de manera contundente un cambio radical que puso fin al régimen dominante de las últimas dos décadas. El ajuste profundo que empezaremos el próximo 8 de noviembre, marca el inicio de un nuevo ciclo, dentro de un patrón sistémico que se repite con inquietante regularidad.
Es evidente que las grandes transformaciones –decididas democráticamente– que a su turno alteraron el rumbo político y económico del país no han generado políticas sostenidas sino cambios de modelos. Del Estado omnipresente se transitó al libre mercado, y luego de nuevo al intervencionismo, creando una especie de vaivén histórico que los politólogos denominan “péndulo”, y que cada dos décadas nos devuelve al punto de partida tras periodos de hegemonía, conflictos, crisis y catástrofe.
Las experiencias de 1964, 1985, 2005 y 2025 evidencian nuestro estancamiento en una especie de camino circular que lejos de ser un destino invariable, responde a la propia inmadurez política de las élites gobernantes. Así, mientras en otros países los grandes acuerdos nacionales permitieron sostener estrategias de desarrollo durante generaciones, en Bolivia los proyectos mueren con los gobiernos, los caudillos o los partidos, propiciando que los avances se disuelvan y la sociedad vuelva a empezar desde cero.
Detrás de esta inestabilidad se encuentra la falsa separación entre política y economía. Los gobernantes han tratado históricamente a una como instrumento subordinado de la otra sin comprender que el desarrollo armónico y sostenido favorece la gobernabilidad, mientras que las instituciones políticas sólidas crean condiciones para el crecimiento inclusivo.
Cuando predomina la lógica política, se adoptan decisiones populistas que sacrifican la estabilidad económica; cuando domina la lógica económica, se prioriza la rentabilidad por encima de la cohesión social. En ambos casos, el país paga el precio de la falta de equilibrio, y los votantes, mayoritariamente de sectores populares, retornan una y otra vez al punto de origen, optando por cambios radicales, porque no encuentran un equilibrio entre la necesidad de estabilidad económica y la demanda de bienestar social.
La raíz de este fenómeno no está solo en la ideología, sino en la falta de institucionalidad. Los cambios de rumbo responden a crisis acumuladas que deslegitiman a las élites de turno y abren paso a nuevas mayorías con expectativas desmedidas. Pero al no existir instituciones sólidas, los proyectos dependen del liderazgo personal y del ciclo económico, no de una visión compartida de país.
Bolivia necesita romper este anacrónico vaivén y entender que el desarrollo no surge de transformaciones permanentes, sino de la continuidad institucional y del consenso sobre las reglas del juego. Los proyectos de Estado deben trascender a los gobiernos y responder a una visión de largo plazo que combine eficiencia, estabilidad y equidad.
El éxito del desarrollo requiere reglas claras, capacidad institucional y respuestas sociales que incorporen crecimiento sostenido y equilibrado. Los ciclos de populismo ofrecen respuestas políticas a demandas reales, pero erosionan las instituciones y generar costos económicos insostenibles. Las etapas liberales, en cambio, mejoran la previsibilidad y la inversión, aunque deben complementarse con políticas redistributivas justas para conservar la legitimidad.
Estudios de la CEPAL han demostrado que mercados caóticos e informales sin instituciones fuertes generan concentración económica y socavan la estabilidad social. A la inversa, la primacía ciega de la política produce medidas económicas arbitrarias. Esta definición es compartida por los Nóbel de Economía Acemoglu, Johnson y Robinson, quienes sostienen que no hay crecimiento sin democracia institucional, ni democracia estable sin crecimiento incluyente.
El nuevo ciclo que hoy comienza ofrece la oportunidad de romper el péndulo. No se trata de elegir entre Estado o mercado, ni entre política o economía, sino de diseñar un horizonte de país que asegure crecimiento sostenido con justicia social, en un marco democrático e institucional sólido.
Solo así podremos sembrar las bases de un proceso de desarrollo que no vuelva a ser interrumpido ni revertido por los giros pendulares que, durante más de siete décadas, ha impedido que Bolivia avance hacia un futuro verdaderamente estable.
Es necesario que los nuevos gobernantes, que inician su gestión con un amplio apoyo ciudadano, comprendan que no hay dicotomía útil entre política y economía: la tarea es construir, por vías institucionales, mecanismos que combinen eficiencia, equidad y estabilidad democrática. Lo contrario implicará volver al círculo vicioso que en algunos años nos llevará al retorno del populismo y destruirá los avances en estabilidad, racionalidad y crecimiento alcanzados con el sacrificio de todos.













