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Bolivia entre dólares, combustible y soberanía: la presión estadounidense

Miguel Angel Amonzabel Gonzales, Investigador y analista socioeconómico / Agencias

Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales, Investigador y analista socioeconómico

Bolivia atraviesa un momento crítico de su historia, enfrentando la paradoja de la dependencia económica sin sacrificar la soberanía frente a la presión geopolítica de Estados Unidos. La historia de América Latina en el tablero mundial es, en esencia, la historia de una región percibida como periférica por los grandes centros de poder. Durante décadas, teóricos como Samuel Huntington describieron a América Latina como un “Occidente incompleto”: culturalmente cercana a Europa y Estados Unidos, pero económicamente dependiente y políticamente inestable.

Mientras Oriente Medio acaparaba la prioridad estratégica estadounidense por su petróleo y relevancia global, América Latina ocupaba un papel secundario, importante más por proximidad y control de influencia que por su proyección. Para estrategas como Zbigniew Brzezinski, garantizar la estabilidad regional y la subordinación de los recursos era suficiente, mientras la atención principal se concentraba en Eurasia. Esta lógica convirtió la cooperación internacional en un instrumento de seguridad y control más que en desarrollo autónomo, un patrón que Bolivia debe tener presente.

Durante la Guerra Fría, Henry Kissinger respaldó dictaduras en Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay bajo el pretexto de frenar la expansión soviética, priorizando la estrategia estadounidense sobre los derechos y la autonomía de los pueblos latinoamericanos. Los costos humanos fueron enormes: desaparecidos, torturas y debilitamiento de la democracia. Tras la caída del Muro de Berlín, la región volvió a un lugar marginal en la agenda de Estados Unidos, centrada en narcotráfico, migración y seguridad. Los intentos de integración económica se vieron limitados frente a gobiernos independientes como los de Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Lula da Silva y Evo Morales, que promovieron menor subordinación a Washington.

Con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca en 2025, América Latina es observada bajo un prisma pragmático y transaccional. La vieja Doctrina Monroe se reinterpreta: frenar la expansión de China combina presión económica, diplomática y militar, usando migración, comercio y seguridad como instrumentos de control. Argentina ejemplifica esta dinámica: el apoyo financiero y político estadounidense estabilizó temporalmente el peso, pero convirtió a Javier Milei en un aliado casi incondicional de Washington, un ejemplo claro de cómo la cooperación puede derivar en dependencia política y económica sin margen de autonomía.

En Venezuela, la estrategia de “máxima presión” combina sanciones económicas con amenazas militares, mientras persiste la narrativa del “enemigo interno”, asociando migración y seguridad con control político. Colombia muestra otra faceta del mismo problema: al resistirse a aceptar vuelos de deportados, el presidente Gustavo Petro enfrentó aranceles del veinticinco por ciento, suspensión de ayuda y descertificación como socio antidrogas. La cooperación tradicional ha sido reemplazada por condicionalidad y castigo; obedecer garantiza recursos, resistirse acarrea represalias. Este patrón demuestra que la relación con Estados Unidos no es neutral ni simétrica, sino un ejercicio de poder donde el más fuerte impone las reglas.

En este contexto, Bolivia observa con atención. El país enfrenta una crisis económica profunda, sin dólares, sin combustible, con el aparato productivo paralizado y los sectores sociales duramente golpeados. Candidatos presidenciales realizaron visitas a universidades y centros de investigación estadounidenses, buscando experiencias académicas y técnicas para encauzar la economía nacional. Estas visitas reflejan una búsqueda estratégica: aprender de experiencias exitosas sin comprometerse en el proceso.

El presidente electo Rodrigo Paz Pereira ha asumido esta responsabilidad con claridad pragmática, viajando recientemente a Estados Unidos para reunirse con el Departamento de Estado, el Banco Mundial y empresas multinacionales. Su objetivo es concreto: asegurar divisas y combustible, esenciales para estabilizar la economía boliviana y garantizar certidumbre para gremiales, transportistas, artesanos y empresarios duramente castigados por la crisis.

La estrategia del presidente electo va más allá de atraer inversión puntual: busca asegurar recursos externos, reintegrar a Bolivia en circuitos internacionales de comercio y finanzas, y encaminar la política económica hacia un enfoque más global. Sin embargo, Bolivia enfrenta un dilema complejo: aprovechar la disposición de Estados Unidos a cooperar para obtener divisas y combustible que alivien la crisis, sin caer en un modelo de subordinación como el argentino, donde la cooperación deriva en dependencia política y económica sin margen de maniobra. La realidad exige un equilibrio delicado: aceptar asistencia, crédito y alianzas estratégicas sin ceder soberanía frente a un aliado que impone reglas de manera unilateral.

La historia muestra que la autonomía es difícil de mantener cuando los recursos dependen de actores externos. Las visitas de candidatos bolivianos a centros estadounidenses reflejan la necesidad de aprendizaje técnico y académico, pero no garantizan decisiones libres de condicionamientos. La diplomacia económica debe ser un instrumento para mitigar la crisis y fortalecer capacidades internas, pero el riesgo de que la ayuda externa se convierta en un mecanismo de control político siempre está presente. La experiencia de Colombia evidencia que resistir la presión estadounidense tiene costos: represalias económicas y políticas son una posibilidad real, lo que obliga a manejar cada negociación con cautela y pragmatismo, sin expectativas idealistas de neutralidad por parte de Washington.

El viaje de Paz Pereira refleja una gestión pragmática: asegurar dólares y combustible es prioritario pese a la dependencia parcial. Bolivia debe negociar recursos críticos sin perder control estratégico, equilibrando necesidad económica y soberanía. El desafío es manejar la presión externa sin comprometer la autonomía, consciente de que los márgenes de acción son limitados. La política exterior requiere pragmatismo, priorizando la estabilidad económica y la supervivencia sobre ideales de cooperación perfecta o independencia total, enfrentando la realidad de la dependencia externa.

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