Por: Ronald Nostas Ardaya, industrial y ex Presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia.
Las elecciones del 17 de Agosto dieron al próximo gobierno el mandato de desmontar el aparato jurídico, político y financiero que sostiene al modelo económico que nos condujo a la peor crisis del siglo. Aunque este objetivo tiene muchos componentes, una de las tareas urgentes es definir el destino de las empresas públicas.
El modelo del MAS se fundó sobre cuatro promesas: recuperar la soberanía económica, industrializar el país, dinamizar la demanda interna y redistribuir los excedentes para reducir la pobreza. Para cumplirlas, el gobierno decidió desplazar al sector privado creando empresas públicas en todos los sectores e imponiendo monopolio, privilegios y respaldo financiero ilimitado. La expectativa era que generaran utilidades suficientes para garantizar la subvención de los programas sociales.
La realidad fue muy distinta. Según investigaciones de Julio Linares, MILENIO, del Centro de Estudios Populi, y del diputado Aldo Terrazas, desde 2006 se crearon 56 empresas que hoy son administradas por el gobierno central, al margen de las estratégicas como YPFB, ENDE, ENTEL y COMIBOL.
Entregadas a militantes del partido, abarcaron áreas como transporte aéreo, administración de puertos, banca, seguros, pensiones, supermercados, imprenta, servicios portuarios, minería, energía, comercialización de carburantes, producción de alimentos, industria azucarera, ensamblaje de computadoras, textiles, producción de papel, cartón, cemento, hormigón, ladrillos, química básica, vidrio, entre otras. Adicionalmente, durante el gobierno de Luis Arce se impulsó la creación de 202 plantas industriales, con una lógica política más que productiva. Para coordinarlas, el gobierno creó más entidades burocráticas como el Servicio de Desarrollo, el Consejo Superior Estratégico y la Oficina Técnica, que incrementaron el gasto y la ineficiencia.
El costo de este experimento fue enorme. En 19 años de masismo, el Estado erogó 260 mil millones de Bs (unos 37 mil millones de dólares) para la construcción de estas empresas. Según POPULI, entre 2006 y 2023, las estatales registraron ingresos por 799 mil millones de Bs y egresos por 826 mil millones, acumulando un déficit de casi 29 mil millones. En términos de eficiencia el modelo fue un fracaso, y distorsionó el sistema financiero debido a que el Banco Central, de manera irregular, otorgó créditos por más de 27 mil millones de Bs para sostenerlas. Después de los subsidios a los combustibles, el gasto en empresas públicas es la segunda causa estructural del déficit fiscal; no aportaron a la industrialización ni incrementaron el empleo.
Las razones de estos resultados son múltiples y previsibles. La gestión política de las empresas, la falta de estudios de factibilidad, la designación partidaria de directivos, las compras y contrataciones discrecionales, la corrupción generalizada, la ausencia de control y fiscalización, la sobreposición institucional, la ausencia de coordinación y la dependencia casi exclusiva del financiamiento fiscal, las condujeron al colapso.
Las consecuencias han sido aún más críticas. Más allá de las pérdidas recurrentes, generaron despilfarro de recursos públicos, ineficiencia, competencia desleal con el sector privado, ventajas injustas, freno a la inversión privada, incertidumbre jurídica, distorsión de precios y limitaciones a la innovación y la productividad.
Desarmar este esquema no será una tarea fácil. Inicialmente es necesario derogar la Ley 466, una norma regresiva que determinó el control estatal sobre la mayoría accionaria, aseguró la dirección política de las empresas, y garantizó el modelo estatista e intervencionista en la economía. De igual manera, debemos eliminar las transferencias del TGE, cerrar el grifo de los créditos del Banco Central a empresas públicas y realizar una auditoría profunda y transparente a cada una de ellas que determine cuáles empresas pueden sostenerse por sí mismas y cuáles deben cerrarse. No por razones ideológicas, sino por rigor técnico y responsabilidad fiscal.
La salida no pasa necesariamente por una privatización inmediata y radical, sino por un ajuste racional y responsable. Algunas empresas podrían transferirse a gobernaciones o municipios que demuestren capacidad de gestión; otras podrían transformarse en sociedades público-privadas sin límites accionarios o ceder parte de sus operaciones a empresas privadas especializadas.
Más allá de los datos, es evidente que las empresas públicas en Bolivia son un lastre estructural para la economía. Su ineficiencia, opacidad y uso político distorsionan la competencia, encarecen el gasto público y desalientan la inversión privada.
Mientras no se elimine el rol del Estado empresario, Bolivia seguirá atrapada en un modelo de bajo crecimiento, alta dependencia fiscal y escasa productividad. Transformar o cerrar las empresas públicas no es solo una necesidad económica: es una condición para reconstruir la confianza, liberar recursos y devolver dinamismo a la iniciativa privada.