Por: Ronald Nostas Ardaya, industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia
La corrupción es un cáncer que debilita la democracia, pervierte la gestión pública, desgasta las instituciones, destruye la confianza pública y convierte al Estado en un botín. Atraviesa fronteras, ideologías y sistemas políticos, y se manifiesta con la misma crudeza en regímenes totalitarios como en sistemas democráticos estables. Ningún país ha sido ajeno a ella, y cada gobierno ha ensayado soluciones que van desde la brutalidad punitiva hasta la sofisticación tecnológica. El resultado es el mismo: se la controla por momentos, se la oculta bajo promesas o se la maquilla con innovaciones, pero nunca desaparece.
En Corea del Norte, Kim Jong Un ordenó recientemente la ejecución de una veintena de funcionarios acusados de negligencia y corrupción tras desastres naturales. La medida buscaba cortar de raíz la incompetencia y enviar un mensaje de terror a la burocracia. En China, la pena de muerte por casos graves de cohecho sigue vigente y ha alcanzado a dirigentes de alto nivel.
En Brasil, el juez Sergio Moro lideró desde 2014, el caso Lava Jato, que reveló un entramado de sobornos que hizo tambalear a casi todo el sistema político. Diez expresidentes de Latinoamérica fueron encarcelados, acusados o procesados por este escándalo. La investigación mostró que sí es posible desmontar redes de corrupción cuando existe independencia judicial, apoyo gubernamental y valentía. Pero, en contrapartida mostró que cuando la justicia se politiza, las causas se desgastan y las instituciones pierden credibilidad. Sin imparcialidad, hasta la lucha anticorrupción puede ser usada como arma de poder.
La innovación más reciente llegó desde Albania, que nombró a Diella, una inteligencia artificial, como “ministra virtual” de contrataciones públicas. El gobierno promete que la IA garantizará licitaciones limpias y libres de favoritismo bajo el argumento de que las máquinas no se corrompen, no tienen intereses políticos ni familiares, y pueden aplicar criterios objetivos. El problema aquí es que todo algoritmo responde a parámetros humanos y todo sistema puede ser manipulado desde la opacidad. Sin supervisión humana y transparencia de datos, la automatización puede convertirse en una caja negra blindada por la excusa técnica.
Pero también hay experiencias reveladoras. Japón, uno de los países con menos corrupción, no la elimina en base a fusilamientos ni a computadoras, sino con reglas simples y firmes, un código de ética inflexible, registro público obligatorio, capacitación permanente y sanciones claras. Los países nórdicos sostienen durante décadas los mejores índices de transparencia no porque sean sociedades más virtuosas, sino porque construyeron Estados con funcionarios profesionales, justicia independiente y transparencia radical. No hay espacio para la discrecionalidad porque cada decisión es trazable y cada burócrata sabe que no hay impunidad.
En Bolivia, se han ensayado varias alternativas. En 2006 el gobierno del MAS, creó el Ministerio de Transparencia, cerrado discretamente 11 años después. En este tiempo, el país subió del puesto 105 al 112 en el índice de corrupción y se evidenciaron escándalos millonarios que quedaron en la impunidad. Sin embargo, la ineficiencia y obsecuencia de las autoridades de ese Ministerio no fueron los únicos responsables de su fracaso. Se enfrentaron con estructuras corruptas en todo el gobierno, que mostraron que las entidades especializadas son insuficientes si el sistema político, la justicia, la policía, la contraloría y las fiscalías siguen atrapadas por la misma red de intereses.
La corrupción debe combatirse con instituciones que funcionen, no con leyes ni discursos. Bolivia necesita un sistema nacional de integridad que unifique contraloría, fiscalía y sistema judicial bajo reglas de meritocracia, probidad, autonomía y estabilidad. Requiere normas que castiguen estas prácticas como delito penal con cárcel efectiva, recuperación de activos e inhabilitación de por vida. Se debe digitalizar las contrataciones con datos abiertos, auditorías constantes y profesionalización de la función pública.
La corrupción puede reducirse si se combina la severidad del castigo, la claridad de la norma, la independencia de la justicia, la transparencia tecnológica y la educación ética que convierta a la tolerancia cero en una cultura compartida. Pero ante todo debe promoverse la sanción social que no admita que los corruptos sean vistos como ciudadanos ejemplares ni que puedan asumir roles de dirigentes vecinales, miembros de organizaciones sociales, docentes o líderes respetados en la comunidad. Quienes hacen gala de riqueza mal habida deben ser repudiados con el mismo rigor que los delincuentes comunes.
El desafío no es inventar un modelo nuevo, sino aplicar con rigor lo que funciona en el mundo, es decir instituciones sólidas, justicia imparcial, transparencia radical y ciudadanía vigilante. Esa es la única vacuna contra el virus más persistente de nuestra historia republicana.