
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
Bolivia atraviesa una crisis monetaria que trasciende las cifras oficiales y se instala en la mesa de cada familia. Mientras el Instituto Nacional de Estadística reporta una inflación de 18,09 % hasta agosto de 2025, pero esa cifra es apenas un indicio de lo que ocurre en los mercados y en los bolsillos de los ciudadanos. Entre julio de 2024 y julio de 2025, los 14 productos más consumidos subieron 65 %. Detrás de cada porcentaje hay familias que debaten si alcanza para carne, aceite o, en el peor de los casos, solo arroz. La economía no se reduce a estadísticas; se vive, se siente, se sufre.
Las causas son conocidas: déficit fiscal crónico, reservas internacionales al límite, caída de las exportaciones de gas, emisión de dinero sin respaldo y un clima político que genera incertidumbre. Pero hay un catalizador que potencia todos estos problemas: el tipo de cambio fijo, sostenido por decreto, desconectado de la realidad económica. Un precio artificial crea distorsiones, fomenta la especulación y erosiona la credibilidad institucional. Los controles rígidos rara vez resuelven los problemas de fondo y casi siempre castigan a los más vulnerables.
El Banco Central de Bolivia ha perdido la capacidad de garantizar estabilidad. Sin reservas suficientes para intervenir, el precio del dólar dejó de responder a la autoridad monetaria y empezó a moverse al ritmo de la especulación, generando burbujas y crisis recurrentes. Desde marzo de 2023 se registraron al menos dos episodios devastadores para la economía.
La primera gran ola especulativa se produjo en 2024, entre finales de junio y la primera semana de agosto. En pocas semanas, el dólar pasó de 8,50 a 15,60 bolivianos. El detonante fue la escasez de diésel, que desató pánico y acaparamiento. El problema se contuvo al restablecerse el suministro, pero irrumpió con fuerza el dólar cripto, cotizado en torno a 10,50 bolivianos, que terminó imponiéndose como referencia frente al dólar físico.
El avance del dólar cripto fue vertiginoso. En el primer semestre de 2024 se movieron 46,5 millones de dólares en criptomonedas; un año después, 294 millones. Solo en junio de 2025, Binance reportó operaciones por 430 millones. Más de 258.000 bolivianos utilizan USDT para pagar, enviar remesas o ahorrar. En la práctica, el dólar cripto se convirtió en un referente de facto que sigue toda la economía: ciudadanos, importadores, cambistas, casas de cambio e incluso bancos.
La paradoja es evidente: mientras el sistema financiero formal mueve más de 27 millones de dólares diarios, el mercado cripto apenas alcanza 250.000 y aun así fija el precio. Es como si una pequeña tienda definiera los precios de todo un supermercado. Esa asimetría abre la puerta a la manipulación: actores con suficiente volumen pueden inflar o deprimir el precio a su conveniencia.
La segunda ola comenzó en marzo de 2025. Tras el anuncio de YPFB de que no había dólares para importar carburantes, el Gobierno autorizó compras con cripto dólares. Fue la señal que esperaban los especuladores: el USDT se disparó y arrastró al dólar físico. La situación se agravó con la caída de la calificación de riesgo país y pronósticos catastróficos que alimentaron el miedo. En mayo, algunos medios reportaron un dólar a 20 bolivianos, aunque solo fue un precio fugaz. Otros aventuraron escenarios aún más alarmantes, con cotizaciones de 30 o incluso 50 bolivianos para fin de año.
La escalada mostró rasgos claros de manipulación en mayo: un crecimiento exponencial sin los retrocesos naturales de cualquier mercado. No sorprende que mayo y junio se convirtieran en los meses más inflacionarios en 40 años. Paradójicamente, un discurso presidencial negando la compra de carburantes con cripto dólares y la derogación del decreto bastaron para que el tipo de cambio se desplomara. Sin embargo, la caída estuvo acompañada de repuntes artificiales, como si alguien intentara sostener la cotización en niveles elevados.
Esta dinámica refleja hasta qué punto la economía boliviana quedó atrapada en volatilidad. Las familias, buscando proteger sus ahorros, corren a comprar dólares, alimentando la presión cambiaria y retroalimentando la espiral especulativa. Aunque en las últimas semanas el tipo de cambio bajó, esa disminución aún no se traduce plenamente en precios. La inercia inflacionaria tiende a perpetuarse porque las expectativas se convierten en un motor tan fuerte como los hechos mismos.
La pregunta es inevitable: ¿a quién le conviene un dólar caro? El mecanismo de fijación basado en el dólar cripto es frágil y vulnerable a la manipulación por el reducido tamaño de ese mercado frente a la magnitud de la economía nacional. Depender de esta referencia equivale a aceptar que un PIB de más de 40.000 millones de dólares quede subordinado a un mercado marginal y especulativo. Sin regulación, los incentivos para manipular son enormes y los costos recaen siempre en la sociedad.
Bolivia necesita con urgencia un mercado cambiario interbancario, transparente y regulado, que reduzca la volatilidad y devuelva certidumbre a los agentes económicos. Pero eso no bastará. Se requieren reformas estructurales profundas: una devaluación ordenada, disciplina fiscal, reglas claras que limiten el peso de mercados paralelos en la formación del tipo de cambio y mecanismos efectivos de control del gasto público.
De lo contrario, seguiremos atrapados en una paradoja insostenible: que el valor de nuestra moneda no lo defina el Banco Central, sino la volatilidad de un mercado cripto que opera en los márgenes de la legalidad y la transparencia. Es inadmisible que una economía entera quede rehén de especuladores que mueven cifras irrisorias comparadas con el tamaño real del país, pero que tienen el poder de desestabilizar millones de vidas con un simple clic.