Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales / Investigador y analista socioeconómico.
Bolivia enfrenta una de las crisis económicas e institucionales más graves desde la recuperación democrática. Lo que comenzó como un episodio cambiario acotado, se ha convertido en una tormenta perfecta: volatilidad monetaria, especulación sin control, colapso del discurso oficial y un sistema institucional incapaz de contener el miedo. Desde marzo de 2025, el dólar paralelo —tanto físico como virtual (USDT)— se disparó de Bs. 11 a Bs. 20 en apenas dos meses, replicando patrones ya vividos en 2024, pero con un agravante: la absoluta ausencia de una estrategia de contención y comunicación gubernamental.
El precedente de 2024 debió haber sido aleccionador. Entre junio y agosto de ese año, el tipo de cambio informal subió de Bs. 8,60 a Bs. 15,60, empujado por una combinación de factores como el fallido golpe de Zúñiga, escasez de diésel y rumores sobre la falta de reservas. En ese entonces, la regularización parcial del mercado de combustibles y la tolerancia al uso de criptomonedas como USDT ayudaron a estabilizar temporalmente el dólar paralelo en Bs. 11. Sin embargo, en 2025 la historia se repite con un guion aún más destructivo.
Todo comenzó el 10 de marzo, cuando el presidente de YPFB, Armin Dorghanten, declaró sin base técnica que “no hay dinero para comprar diésel”. Bastó esa frase para desatar una espiral especulativa: el dólar paralelo pasó de Bs. 11,30 a Bs. 15,20 en menos de una semana. A esto se sumaron la interpretación alarmista de un informe del Banco Mundial y compras masivas de criptoactivos por más de 100 millones de dólares. La percepción de crisis se consolidó, avivada por medios que informaban sin matices y analistas que lanzaban predicciones sin sustento metodológico.
El 13 de mayo, una nueva sacudida: el presidente Arce anunció que no se postularía a la reelección. Aunque esta decisión era neutral desde una lógica económica, su lectura política en un escenario de incertidumbre institucional agravó el clima especulativo. El USDT alcanzó un pico de Bs. 20, y los medios reforzaron el dramatismo con reportes horarios sin distinción entre dólar físico y digital. Se generó una percepción de caos inminente que desbordó cualquier racionalidad económica.
Lo más preocupante es que este patrón no es nuevo. Bolivia ha desarrollado un sistema cambiario fragmentado en tres mercados: el bancario oficial, que mueve unos 27,5 millones de dólares diarios; el callejero, con 2 millones; y el virtual —basado en USDT—, con apenas 238.000 dólares diarios y alrededor de 250.000 usuarios activos. Paradójicamente, es este último —el más transparente y de menor volumen— el que dicta el ritmo de los otros dos. Pequeñas operaciones pueden mover el tipo de cambio y desencadenar olas de pánico en los demás segmentos del mercado, que carecen de cotizaciones visibles y estadísticas en tiempo real.
El impacto en la economía real ha sido devastador. Bolivia importa cerca del 90% de los productos que consume: alimentos, medicamentos, insumos industriales. El encarecimiento abrupto de las importaciones disparó la inflación, redujo el poder adquisitivo de las familias y forzó a muchos pequeños negocios al cierre. La contracción del consumo interno generó una disminución en la demanda de divisas, lo que permitió cierta estabilización: el dólar físico reapareció en las calles a Bs. 19, bajando recientemente a Bs. 16, y el USDT osciló entre Bs. 14 y Bs. 16,50. Sin embargo, estos signos de alivio no fueron reflejados por los mismos medios que amplificaron la histeria, evidenciando una narrativa desequilibrada.
El rol de los exportadores también es crítico. Anticipando mayores ganancias con una futura devaluación, muchos retienen divisas en bancos del exterior y solo venden lo necesario para sus operaciones internas. Esta lógica racional desde la perspectiva microeconómica tiene consecuencias devastadoras a nivel macro, ya que reduce la oferta de dólares y valida las expectativas que alimentan el propio comportamiento especulativo.
El otro gran ausente en esta crisis ha sido el Estado. La falta de un sistema oficial de información económica confiable ha permitido que rumores y manipulaciones llenen el vacío. Las declaraciones contradictorias de funcionarios, la improvisación y la ausencia de una estrategia comunicacional han cedido el control de la narrativa a actores especulativos y medios sensacionalistas. Como advierte el periodista Héctor Macdonald, cuando se rompe la confianza en los datos, la verdad deja de importar y lo que prevalece es la percepción manipulada.
Pero esta crisis no es solo económica. Es, ante todo, institucional. El anuncio de Arce ha generado un vacío de poder que alimenta la percepción de ingobernabilidad. En este contexto, resulta razonable plantear que, si el próximo presidente gana en primera vuelta, asuma de inmediato para evitar una prolongada transición hasta noviembre. Esta medida, aunque jurídicamente debatible, podría cortar un ciclo de especulación anclado en la incertidumbre política.
En el plano financiero, algunas medidas técnicas también podrían implementarse para estabilizar el sistema: la reversión de la concesiones mineras del oro, y la reactivación del Bolsín —mecanismo de subasta diaria de divisas— podrían fortalecer las reservas internacionales y anclar expectativas en el corto plazo. También se ha sugerido la reversión parcial de concesiones mineras estratégicas para generar ingresos extraordinarios, aunque esto implicaría riesgos políticos elevados.
Bolivia no solo sufre por la falta de dólares, sino por la falta de conducción política e institucional. La economía se ha vuelto rehén de la especulación, el miedo y la incompetencia. Salir de esta tormenta requerirá no solo decisiones técnicas audaces, sino una restauración profunda de la confianza pública. Y para eso, se necesita algo que hoy escasea más que las divisas: liderazgo.