Por: Fabricio Mena Ferreira
En el corazón de Oruro, entre los aires secos del altiplano y el eco de las bandas de bronce que resuenan en cada febrero, existió un espacio donde el tiempo parecía detenerse: El Center. No era solo una confitería. Era un ritual, una memoria compartida, una especie de hogar itinerante donde los viajeros dejaban sus nostalgias al lado de un café caliente y los orureños, siempre altivos y generosos, encontraban en cada sorbo el sabor de lo propio. Fundado por un palestino que había perdido su tierra y que halló en esta ciudad minera la razón para quedarse, El Center es la historia de cómo el exilio se transforma en pertenencia y de cómo un café puede ser trinchera de identidad.
Issa Mussa Gurahieb Shaer Khalil nació el 24 de febrero de 1925 en Beit Sahur, Palestina, una tierra marcada por el conflicto y la resistencia. Hijo del medio de un matrimonio de tres hermanos, su infancia transcurrió entre el trabajo silencioso de su padre y la inestabilidad política que desangraba al pueblo palestino. Tras la muerte de sus padres y una disputa familiar que culminó con un acto cruel —la muerte de su gato, su único compañero, a manos de una cuñada—, Issa decidió partir. Subió a un barco sin garantías, con su vida reducida a una maleta de cuero y la esperanza de hallar paz.
Su destino inicial fue Argentina, pero no encontró allí el calor humano que buscaba. Inquieto y nostálgico, recordó que tenía un tío, José Ríos, en La Paz. Fue en esa ciudad, rodeada por montes y cafetales yungueños, donde nació su fascinación por el café boliviano. Sin embargo, las normas culturales de su comunidad impidieron que se alojara en la casa de su tío, ya que allí vivían también mujeres solteras. Así, guiado por historias de prosperidad minera y por la intuición del peregrino, viajó rumbo a Oruro.
Corría el año 1950 y Oruro era una ciudad en pleno auge. Las minas de estaño sostenían la economía nacional y alimentaban una ciudad vibrante, culta y orgullosa de su herencia mestiza y rebelde. Las fachadas de colores pastel se erguían sobre calles empedradas donde convergían mineros, comerciantes, artistas, niños con trompos y estudiantes con libros bajo el brazo. La Plaza 10 de Febrero, epicentro vital de la ciudad, albergaba encuentros cotidianos y conversaciones que tejían la identidad orureña.
En ese entorno, Issa comenzó a labrarse en un lugar. Trabajó para Said Taha, un palestino afincado en la calle La Plata esquina Adolfo Mier. Desde ahí, inició sus viajes a los centros mineros de Llallagua, Siglo XX y Catavi, vendiendo ternos, relojes y telas. Esos viajes no solo fueron comerciales: le permitieron conocer a fondo la cultura popular boliviana y la nobleza de su gente. Si bien enfrentó discriminación por su origen y acento, también encontró solidaridad en las calles frías y en los gestos sencillos de los orureños. A pesar del rechazo de algunos, su generosidad abrió puertas y ganó corazones. «Nunca negaba un vaso de agua o un poco de pan a quien lo necesitaba», diría una clienta muchos años después.
A medida que creció la confianza en él, también creció la tienda que heredó de Said. Los visitantes de la colonia árabe, acostumbrados a largas conversaciones y café fuerte, recibían de Issa una taza de hospitalidad especiada en ambientes de la propiedad de la familia Jofré. El aroma del café palestino, con notas de cariño y un dejo de amargura dulce, se esparcía por la cuadra y atraía a todo tipo de clientes. Pronto, el café se convirtió en excusa para quedarse, charlar y compartir.
La clientela comenzó a pedir más: un sándwich, un jugo, una empanada. Widad Mussa, su hija mayor, sirvió el primer café a los doce años, sin saber que estaba fundando una tradición. Como gesto de fe, Issa mandó traer desde Italia una máquina de café express: la primera de Oruro. Con ese gesto, nació formalmente El Center.
En 1977, el café se trasladó a una casona patrimonial frente a la plaza principal. La casa, de la familia Fréger, con puertas de madera tallada, muros gruesos y ecos de otra época, se convirtió en el corazón emocional de la ciudad. Allí, El Center se transformó en un punto de encuentro intergeneracional, refugio de artistas, turistas, estudiantes y poetas.
Durante el Carnaval, el café se convertía en un microcosmos del mundo: se hablaban todas las lenguas, se compartían mesas entre europeos, cruceños, japoneses, y mineros jubilados. El olor a café recién molido se entrelazaba con el de las empanadas, la pailita sin pan, el whisky y el jugo de lima. Se jugaba a la «loba» en las noches, se hablaba de política, se reían chistes viejos. Era, sin exagerar, el último café verdadero del altiplano.
La tucumana, enseñada por doña Ricarda, amiga argentina de María Concepción Gutiérrez, esposa de Issa, junto a quien emprendió este sueño, se volvió patrimonio. «No sabíamos de cocina, pero teníamos alma», recuerda Widad, refiriéndose con mucho cariño a su familia y hermanas. Y eso bastaba.
En 2019, tras décadas de historia, conflictos amenazaron con cerrar El Center. Sin embargo, la familia se trasladó a Cochabamba y la casona fue vendida. Pero la historia no terminó allí. El Center reabrió en otros espacios, como inquilinos primero, y más adelante con nueva energía. Aunque el local original fue cerrado –con miras a mejorar la infraestructura de su propiedad– por sus nuevos dueños, la familia Mussa no se rindió. La tradición se reescribió en otras calles, con la misma pasión.
Hoy, El Center vive en la memoria de cada orureño que compartió una taza de café, en los turistas que preguntan por esa tucumana inolvidable, y en los hijos de aquellos que jugaban cartas bajo la mirada de Issa. Es parte de la historia no oficial de Oruro, esa que no se enseña en las escuelas pero que habita en el corazón.
«Papá decía que el café no es bebida, es ceremonia», recuerda Widad. Por eso, aunque cambien los muros, los aromas y las direcciones, El Center nunca cierra del todo. Vive en la memoria, y allí es eterno.
Pero El Center no era solo paredes ni recetas. Su alma estaba hecha de personas. Don Felipe, el mozo infalible desde 1987, conocía cada preferencia de los clientes como si se tratara de viejos amigos. Con su delantal blanco y su paso sereno, servía con una elegancia natural. En la cocina, doña Feli, Vicky y Eli, durante más de tres décadas, cocinaron con manos que sabían de herencia y amor: «cada plato era una bendición para el paladar orureño», decía alguna vez un comensal habitual. Y cómo no recordar a don Severino, otro mozo que dedicó más de 40 años de su vida al café, desde joven hasta sus últimos días. Su partida en 2018 dejó una silla vacía en el salón y un espacio lleno en la memoria colectiva.
Issa Mussa los consideraba amigos, no empleados. Siempre decía que El Center se sostenía por la fidelidad de quienes servían con el corazón. Falleció tras luchar contra un cáncer de colon, pero su legado sigue respirando en cada historia que se cuenta bajo esos balcones, en los que su hija, Widad, nos dice: «Mi papá vino buscando una patria, y sin quererlo, construyó una para todos». Es por ello que hoy, con el amor de amigos y orureños, El Center sigue vivo como historia, tradición y familia.