
Por: Ronald Nostas Ardaya
Para 2025, el Tesoro Público proyecta un gasto de más de 3.043 millones de dólares en subsidios: aproximadamente 2.000 millones en carburantes, 936 millones en bonos sociales, y 107 millones en alimentos. Aunque el gasto más elevado corresponde a la subvención a la gasolina y el diésel, los montos destinados a: los Bonos Juancito Pinto, Juana Azurduy, Renta Dignidad, Personas con Discapacidad y Subsidio Prenatal; a la compra de trigo, harina, arroz, azúcar y maíz; al consumo de electricidad y agua potable para ciertos sectores; así como ciertos beneficios adicionales como los bonos de frontera, natalidad, lactancia, sepelio y vivienda, son significativos.
Desde una perspectiva social, y bajo el argumento de que era necesario disminuir la pobreza y compensar desigualdades históricas, los subsidios se concibieron como una herramienta redistributiva que permite al Estado transferir recursos públicos hacia los sectores con mayores carencias, asegurando un piso mínimo de acceso a bienes y servicios esenciales. Sin embargo, es evidente que también fueron utilizados como prebenda, y como estrategia política para justificar el rol del Estado como “protector” de los ciudadanos más vulnerables.
Esta política –que tuvo efectos positivos en sus inicios—se sostuvo por el auge económico impulsado por las exportaciones de hidrocarburos, y por las utilidades de empresas públicas como el Banco Unión, ENTEL, UNIVIDA, BOA, YPFB y otras, que fueron favorecidas por normas cuestionables que les permitieron crear monopolios a costa del sector privado, y lograr ingresos extraordinarios con los que financiaban los bonos.
La política de subsidios fue un mecanismo social creado con fines políticos, por lo que su implementación fue improvisada, ineficiente e irresponsable, pero sobre todo sin ninguna vinculación con una estrategia de desarrollo económico sostenible. Actualmente, su financiamiento depende en gran medida del endeudamiento y del creciente déficit fiscal, lo que genera una presión estructural sobre las cuentas públicas.
Otro factor cuestionable ha sido su poca efectividad en el largo plazo. La condicionalidad de muchos bonos es débil o inexistente, lo que impide generar mejoras sostenidas en indicadores sociales. Esto ha contribuido a una percepción generalizada de dependencia, donde los subsidios se consideran derechos adquiridos incondicionalmente, sin relación clara con la disminución sostenible de la pobreza ni con una transición hacia la autonomía económica.
Además, la falta de focalización hace que muchos subsidios beneficien a personas que no los necesitan, lo que no solo reduce su eficacia redistributiva, sino que también puede perpetuar situaciones de vulnerabilidad. En contextos como el boliviano —con bases tributarias limitadas y alta informalidad laboral—, el sostenimiento de subsidios universales tiende a generar desequilibrios fiscales crónicos, distorsiones de mercado, corrupción, clientelismo político, conformismo social y debilitamiento institucional.
Un ejemplo crítico es el subsidio a los carburantes. No obstante que ya no es sostenible mantenerlo, su eliminación abrupta generaría un aumento inmediato en los precios del diésel y la gasolina, lo cual afectaría el transporte, los alimentos y los servicios, provocando inflación, mayor pobreza y conflictividad social. Por ello, lo adecuado sería aplicar una estrategia progresiva que incluya: eliminar el subsidio para vehículos privados o de alto consumo; mantenerlo para el transporte público, agrícola y de carga menor; subir los precios de forma escalonada; incentivar la conversión energética; controlar el contrabando; y aplicar compensaciones focalizadas.
En cuanto a los bonos condicionados, es crucial reconocer que, en un escenario de estancamiento económico, inflación creciente y escasez de divisas, sostener transferencias sin fortalecer las capacidades productivas del país no solo es ineficiente, sino regresivo. Sin embargo, una suspensión radical tampoco es viable y no sería justa, especialmente en un contexto de aumento de la pobreza.
El camino no es la eliminación, sino la transformación. Se necesita un nuevo modelo económico que vaya más allá de la redistribución y se centre en políticas públicas focalizadas, eficaces y sostenibles. Estas deben garantizar que los recursos lleguen a quienes más lo necesitan, al tiempo que fomentan la capacitación, el emprendimiento y la inserción laboral formal.
La clave está en rediseñar el subsidio como una herramienta de justicia social, no como un instrumento universal que favorece al sector informal o se usa con fines propagandísticos. La sostenibilidad no puede lograrse a costa de la paz social, pero tampoco se puede construir solidaridad social con una economía al borde del colapso.
Bolivia no puede renunciar al subsidio como principio, sino al subsidio como dogma. Convertir estas políticas en un verdadero puente hacia la equidad es el gran desafío de los próximos años.
Ronald Nostas Ardaya es Industrial y ex Presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia