
Por: Ronald Nostas Ardaya
El 23 de septiembre de 2024, durante el 79° período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, representantes de 143 de los 193 Estados miembros aprobaron el “Pacto para el Futuro”, el más amplio acuerdo firmado hasta ahora en ese Foro, diseñado con el fin de “proteger las necesidades e intereses de las generaciones presentes y futuras”, en un contexto donde la humanidad enfrenta “crecientes riesgos catastróficos y amenazas existenciales”.
El Pacto contiene 346 compromisos, distribuidos en 56 líneas de acción, que abarcan temas como paz y seguridad, desarrollo sostenible, transición climática, cooperación digital, derechos humanos, equidad de género, empoderamiento juvenil, transformación de la gobernanza global y reforma del Consejo de Seguridad y del sistema financiero internacional. Pese a su alcance y la urgencia de los desafíos que aborda, el acuerdo ha generado poco interés en la agenda pública mundial, y al menos 50 países, incluyendo a Rusia, China, Argentina, Venezuela y Bolivia, lo rechazaron, se abstuvieron o no estuvieron presentes en la firma.
Cuatro meses después de este acuerdo, en enero de 2025, Estados Unidos anunció su retiro del Consejo de Derechos Humanos y de la OMS, y advirtió que revisaría su participación en las otras agencias. Esta retirada no solo tiene un fuerte impacto simbólico, sino financiero, ya que ese país aporta más del 22% del presupuesto operativo de la ONU.
Es cada vez más evidente que el sistema multilateral, vigente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, atraviesa una crisis estructural. La ONU, concebida para promover la paz, la cooperación y el desarrollo, ha perdido poder frente al auge de los nacionalismos, la reducción del financiamiento y una creciente desconexión entre sus prioridades y las preocupaciones ciudadanas. En las últimas décadas, ha mostrado un crecimiento descontrolado de su aparato burocrático, politización de sus agencias, falta de resultados tangibles, pérdida de liderazgo y dirección, y poca eficiencia en sus grandes proyectos como los ODS que, tras 10 años de existencia, han cumplido apenas el 15% de sus metas. El escenario se asemeja al declive de la Liga de las Naciones en la década de 1930, cuya inoperancia facilitó el estallido de la Segunda Guerra Mundial.
La OMS, por ejemplo, fue duramente cuestionada por su gestión de la pandemia; la Oficina contra la Droga y el Delito no ha mostrado avances en la lucha contra el narcotráfico y la corrupción; y el Consejo de Seguridad, sin ningún mecanismo efectivo de control o sanción, ha sido incapaz de actuar con eficacia ante conflictos como los de Ucrania, Gaza y Yemen; y la Organización Mundial del Comercio ha sido marginada por la proliferación de acuerdos bilaterales y la guerra comercial entre potencias, perdiendo su rol como árbitro de las disputas económicas globales.
En el ámbito de los derechos humanos, el debilitamiento del sistema multilateral está erosionando los mecanismos de protección a poblaciones vulnerables. La respuesta de la entidad a crisis como la de los migrantes y la trata de personas, la persecución de disidentes políticos en Latinoamérica y de minorías étnicas en China, y la violencia contra mujeres en Irán, ha sido tibia o inexistente.
Sin embargo, y pese a que hay mucha diferencia entre la ONU actual y la del siglo pasado, cuando su intervención evitó grandes guerras y logró avances notables en salud, reducción de la pobreza e igualdad, renunciar al multilateralismo sería un error, considerando que la cooperación internacional sigue siendo vital. Si el multilateralismo desaparece, el mundo estará expuesto a una era de caos, donde la ley del más fuerte definirá las relaciones internacionales y los conflictos serán resueltos por la fuerza en lugar de la diplomacia. La historia ya nos ha mostrado los peligros de un orden global sin mecanismos de cooperación efectiva; ignorar esta lección nos haría retroceder décadas de civilización.
Precisamente para evitar este extremo, urge una reforma profunda del modelo actual. Reformar no implica destruir, sino reorganizar. Es necesario salvar a la ONU de sí misma, dotándola de mayor eficacia, autonomía financiera, capacidad operativa y representatividad. Se requiere independizar a las agencias, generar un compromiso vinculante con el financiamiento, y mecanismos que aseguren la transparencia, la rendición de cuentas y la inclusión de nuevas voces globales como la juventud, el sector privado, las entidades de investigación y la sociedad civil.
El multilateralismo no puede depender solo de las élites gubernamentales. Si queremos evitar un futuro más fragmentado, caótico y violento, debemos asumir colectivamente la tarea de reconstruir la confianza en los organismos internacionales. No estamos frente a una crisis pasajera, sino ante un punto de inflexión histórico que encierra la oportunidad de redefinir la cooperación global con base en la equidad, la sostenibilidad y la dignidad humana.
Ronald Nostas Ardaya es industrial y ex Presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia.