Armando Chaguaceda/Latinoamérica21
Recientemente aparecieron en varias zonas de México –especialmente en la capital– promocionales con un logo verde y las siglas “RT”, acompañadas de un mensaje: “La información no tiene fronteras”. Sorprende la veloz expansión del anuncio en formatos que van desde vallas en avenidas, estaciones de metrobús, transmisiones de video en pantallas en sitios públicos y plazas comerciales, hasta las conexiones al wifi en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Aunque en Latinoamérica los medios rusos pueden ser vistos en TV por cable –o en países como Argentina, en la televisión pública– una campaña de publicidad similar resulta llamativa en el contexto regional. ¿De qué se trata todo esto? ¿Por qué aquí y ahora?
¿Para qué desinformar?
La desinformación es una actividad intencional y planificada por actores que persiguen deliberadamente objetivos estratégicos de índole política, militar o económica. Como ha explicado Tomas Rid (Desinformación y guerra política: historia de un siglo de desinformaciones y engaño) la desinformación, concebida como agenda de Estado, comenzó hace un siglo en Rusia –la palabra tiene expresión en lenguaje ruso, дезинформация, dezinformatsiya–. Para la década de los setenta del siglo pasado, la poderosa KGB –órgano y aparato de inteligencia de la entonces URSS– la convirtió en una ciencia operativa, con grandes burocracias, presupuestos generosos y alcances globales. La revolución digital, con la expansión del acceso a nuevas tecnologías e internet, ha tornado a la desinformación más viral, rápida y barata.
Las campañas de desinformación atacan el orden epistémico y político liberal, basado en la discusión plural de ideas y la construcción deliberativa de consensos. La confusión, agravio y polarización inducidos por la desinformación erosionan dicho orden. Entre otros, los trabajos de Johanna Cilano y María Isabel Puerta, y los de Iria Puyosa y Marivi Marin revelan que los regímenes autoritarios intensifican sus esfuerzos para manipular el ecosistema informativo internacional, procurando difundir ideas iliberales, socavar las instituciones democráticas internacionales y domésticas, promover sus intereses y apoyar a sus aliados locales. Véase, en el caso de RT en español, la presencia en la programación de espacios de “análisis” como el conducido por el expresidente ecuatoriano Rafael Correa, impulsor del proyecto bolivariano, afín al “multipolarismo” promocionado por Moscú. También la constante descalificación de la resistencia ucraniana a la invasión rusa o el apoyo interesado al actual movimiento de protesta contra la minería en Panamá –movimiento, por cierto, que no podría desarrollarse bajo las actuales condiciones de cierre del espacio cívico en Rusia.
Es clave entender ciertas diferencias esenciales entre modelos de comunicación y su nexo con los respectivos órdenes políticos. No son iguales los medios públicos de democracias –como la BBC o la DW– que los canales estatales de autocracias. Los primeros operan sometidos a las regulaciones del Estado de derecho, al escrutinio ciudadano, a la competencia gremial y a las influencias políticas de pluralidad de opiniones. Los segundos obedecen a una misión propagandística más que informativa, que acomoda la diversidad y contradicciones intrínsecas de cualquier realidad a los mandatos y visiones de un poder en el que gobierno, Estado y régimen se concentran en pocas manos y, a menudo, en una sola persona.
Asimismo, es crucial entender la diferencia entre la factura y difusión de información bajo estándares de sociedades democráticas y la naturaleza y efecto de la propaganda autocrática. Esta diferencia estriba en sus niveles divergentes de apego a la verdad, en la posibilidad de debatir ideas y en la pluralidad y apertura al diálogo del discurso promovido. Entre ambas contrastan sus fundamentos epistémicos, deontológicos, políticos y mediáticos. Las sociedades abiertas, acostumbradas a la transparencia democrática, suelen cobijar la accesibilidad informativa y la criticidad respecto a los problemas propios, pero también desconocen las realidades y amenazas ajenas del proceder autoritario. De ahí que sean pasto fácil de la desinformación.
El entorno mexicano
El gobierno de Vladimir Putin ha impulsado las aspiraciones globales del Kremlin para ejercer una influencia activa y diversificada sobre el llamado “sur global”. Los medios de comunicación han sido claves para la difusión de ideas y valores iliberales, procurando influir en gobiernos y sociedades desde una mirada que denuncia el legado democrático liberal –sociedades abiertas, diversidad sexual, autonomía ciudadana, pluralismo político– como mera imposición colonialista de un Occidente imperial. El discurso se proyecta con particular insistencia sobre países de África, Asia, Europa del Este y Latinoamérica.
Como hemos analizado junto a Vladimir Rouvinski (”Russia’s many wars and their effects on Latin America”) y Claudia González (El poder de Rusia en Latinoamérica) los medios de comunicación Russia Today (RT) y Sputnik son los elementos más visibles, pero no los únicos, de la guerra de información que se extiende en el ámbito televisivo, las redes sociales, el sector educativo y las diásporas rusas en el extranjero. En América Latina muchas personas consideran ahora a esos medios fuentes alternativas legítimas de información, y personas influyentes vinculadas a Rusia cuentan con millones de seguidores de habla hispana en redes sociales.
En México reside la población hispanohablante más numerosa del mundo, gran parte de la cual –en particular aquella que vive en zonas fronterizas o directamente emigrada– interactúa de modo estrecho con la sociedad de Estados Unidos. De hecho, la colindancia mexicana con el territorio del enemigo declarado del Kremlin la ha convertido desde la Guerra Fría en plaza privilegiada para la presencia de agentes y funcionarios del Estado ruso: la cantidad de personal de la embajada en Ciudad de México excede el de las legaciones de otras naciones europeas que mantienen un comercio mucho mayor con la nación azteca. En paralelo, las actividades de fomento de las relaciones políticas y la influencia cultural –desarrolladas, entre otras dependencias, por la llamada Casa rusa en la capital mexicana– son una tarea distintiva que abona el terreno para la propaganda de RT. A todo ello debe sumarse una serie de afinidades parciales entre las ideologías y mentalidades de las élites y grupos sociales que respaldan a los gobiernos de ambos países, como son antiamericanismo, iliberalismo, liderazgo mesiánico, nacionalismo y estatismo.
Pese a ello, hay claras diferencias estructurales que separan a un gobierno populista como lo es el mexicano, que opera dentro de los límites de un régimen formalmente democrático, de una autocracia como la rusa, en la que los frenos al poder descansan en la voluntad y las capacidades del líder. En Rusia domina un Estado de ideología reacionaria –disfrazada de “tradición nacional”– que criminaliza la comunidad, la agenda y el activismo LGBT, ilegaliza formas de activismo social independiente –desde los DDHH a la memoria histórica– y recurre a aparatos de poder policial, religioso y mafioso como formas de control social. Desde otras coordenadas, en la sociedad y política mexicanas –tanto en el oficialismo como en la oposición– el imaginario liberal mantiene una legitimidad incomparable, tanto en sus formas clásicas ligadas a las metas e instituciones de la transción democrática como en nuevos movimientos e identidades, confrontados con la cultura y costumbres políticas conservadoras del viejo régimen.
Retos para una opinión pública democrática
A nivel global, al menos hasta la invasión a Ucrania, la respuesta a la desinformación promovida por el Kremlin ha sido tardía, débil y descoordinada. Se ha basado mayormente en medidas reactivas y defensivas, como la eliminación de acceso a los canales rusos, los programas de alfabetización comunicacional y la difusión de información verificada en redes sociales. Expertos como T. Kent (Striking Back. Overt and covert options to combat russian disinformation) han reclamado un mayor apoyo para los activistas y periodistas de Rusia y otras naciones que tanto dentro de los mass media tradicionales como en el ciberespacio contrarrestan la desinformación de RT, Sputnik y medios similares. En ese trabajo son clave las organizaciones civiles que promueven la transparencia y la veracidad informativa, así como el rol de expertos en comunicación social, seguridad informatica y educación cívica, enfrentados directamente a los trolls y propagandistas.
Las democracias del siglo XXI no pueden ignorar las lecciones de las campañas de desinformación de la Guerra fría, reformuladas por sus enemigos autocráticos en la actual era digital. El compromiso de la democracia supone anteponer la objetividad forjada en el análisis y debate plural de evidencias al influjo de las medidas activas. Eso, entre otras cosas, abona a la vitalidad de las condiciones socioculturales y libertades públicas que sostienen sociedades abiertas.
Semejante actitud de defensa de la verdad no puede confundirse con la rusofobia, heredera del anticomunismo vulgar de la Guerra Fría que confunde régimen con sociedad y propaganda oficial con cultura nacional. A pesar de los retrocesos de los últimos años, Rusia es –como el mundo que la rodea– socialmente más diversa, políticamente más plural y culturalmente menos reaccionaria que lo que dicen los dueños de RT.