Miguel Ángel Martínez Meucci/Latinoamerica21
El malestar actual de las democracias latinoamericanas —y de la española también— tiene mucho que ver con el hecho de que los partidos socialdemócratas más importantes, esas organizaciones políticas que durante la segunda mitad del siglo pasado ayudaron a construir múltiples transiciones a la democracia, no siempre se abstienen de coquetear con las nuevas izquierdas extremas. Éstas, por su parte, no han perdido un ápice de su voluntad de poder. En cambio, han sabido refaccionarse para seguir operando en el mundo de la post Guerra Fría. Este ha sido transformado por la Tercera Ola Democratizadora, la caída de la Unión Soviética y la apertura generalizada de fronteras comerciales.
Centroizquierda desdibujada
En el nuevo contexto global, la izquierda extrema ha aparcado los postulados más ortodoxos del marxismo convencional. Durante las últimas décadas se afanó en la generación de nuevas corrientes ideológicas y de renovadas prácticas políticas. En América Latina, estas prácticas abarcan desde la ampliación de los repertorios de protesta hasta la implementación de varios procesos constituyentes. Pasando por la colonización masiva de los medios académicos y culturales. Frente a tales novedades, los socialdemócratas tradicionales se muestran ahora escasos de ideas. Están inseguros de su propia tradición política y desbordados por el empuje de sus parientes más extremistas. Al punto que terminan a menudo entregados a las directrices que éstos plantean.
Este vasallaje queda plasmado en instancias de nuevo cuño como el Foro de São Paulo, el Grupo de Puebla y la Internacional Progresista. Se trata de espacios nuevos, variopintos y diversos, surgidos en la tradición del internacionalismo comunista. Allí, tanto demócratas como autócratas terminan compartiendo ideario y líneas de acción. Participan multitud de partidos socialdemócratas que van rompiendo así, de forma tácita o explícita, un sano entendimiento con la centroderecha o lo que es lo mismo, con el fundamento del centro político que durante los años noventa permitió estabilizar el difícil tránsito a la democracia en múltiples países.
Parálisis de la centroderecha
Ahora bien, si la centroizquierda tradicional parece sucumbir lentamente al peso de la costumbre y de su propia la falta de convicciones e ideas, otro tanto acontece con los partidos tradicionales de la centroderecha latinoamericana. Sus cuadros y estructuras tienden a moverse perezosamente en el marco de una inercia esterilizante. A menudo están bajo el influjo de ciertas figuras que demuestran mayor alergia al cambio que al nepotismo. Escasea la voluntad de ir a la lucha cultural y de renovar el debate político con discusiones sobre valores y propuestas. Mientras se reacciona con escepticismo ante cualquier iniciativa innovadora.
Al igual que sus contrapartes socialdemócratas, los partidos de la centroderecha latinoamericana llevan varias décadas alternándose en el ejercicio del gobierno, acarreando así el consiguiente desgaste de sus capacidades de representación y articulación de las demandas populares. Los vínculos consolidados con ciertos sectores de la sociedad tienden a veces a distanciarlos del sentir popular, llevándolos incluso a calificar de populista cualquier intento de hablarle a la gente de a pie. Los efectos colaterales y perniciosos de esta inercia se incrementan en sociedades tan desiguales como las latinoamericanas. Ya que el vacío de contrapesos a la izquierda dejado por la centroderecha tradicional termina siendo llenado por liderazgos que sí son verdaderamente populistas y, a veces, autoritarios.
Pero aquí es donde se presenta una diferencia crucial con los socialdemócratas. La centroderecha suele mostrarse más exigente que la centroizquierda a la hora de asociarse con quienes emergen por su costado más extremo. Mientras las socialdemocracias regionales a veces van más allá de hacerles un guiño y abiertamente cooperan con las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Mucho más difícil resulta que los partidos tradicionales de la centroderecha hagan lo propio con figuras como Bukele, a quienes suelen cuestionar en declaraciones públicas.
Reflexión y renovación
A veces este distanciamiento obedece a una genuina conciencia democrática. Otras veces procura más bien defender entramados de intereses que involucran a ciertos partidos de la centroderecha tradicional. Y esas figuras disruptivas pueden llegar a ponerlos en jaque. Y en ocasiones sucede también que —por ferviente convicción o circunstancial conveniencia— la centroderecha se ha deslizado tanto hacia la izquierda que, por ejemplo, algunos cuadros políticos socialcristianos en Sudamérica dan la impresión de estar más cerca del ideario socialista —al estilo del Foro de São Paulo— que de las posiciones defendidas por organizaciones que integran el Partido Popular Europeo.
Como consecuencia de todo lo anterior, las posiciones de la centroderecha tradicional en América Latina se debilitan estructuralmente ante los bloques filo-autoritarios que reúnen a toda la izquierda, así como también ante el ascenso de ciertos populistas de derechas. Los reiterados llamados que hacen a sus antiguos socios socialdemócratas para reconstruir el centro político no parecen rendir demasiados resultados. Ya que éstos no siempre le hacen ascos a las hegemonías de izquierda que puedan implantar junto a sus socios más extremistas.
Innovación necesaria
El punto, en definitiva, es que a menudo faltan en las fuerzas sociales y políticas de la centroderecha tradicional los reflejos, agudeza y voluntad de poder necesarios para acometer una profunda renovación de sus prácticas políticas. La realidad parece demostrar que el centro político no puede reconstruirse mediante el mero cuestionamiento de unos y el lastimoso ruego a otros. Y mucho menos mimetizándose con ellos. En consecuencia, la única alternativa es asumir el reto de la innovación política en apego a la propia tradición. Y enarbolar para ello la defensa de valores, entrando de lleno al debate de ideas y volviendo a hacer política más allá de los partidos.
Asimismo, liberales clásicos, humanistas cristianos y conservadores democráticos han de retomar el deseo y la voluntad de convertirse en fuerzas políticas genuinamente populares, destacando los vínculos que los unen y no las diferencias que los distancian. Sólo así podrá configurarse un núcleo duro capaz de forjarse, por derecho propio, un amplio espacio político que esté orientado a la defensa y promoción de la libertad y la democracia. No hay otra vía para ejercer, con fuerza, gallardía y firmeza, la moderación necesaria para sostener el rumbo propio de una democracia liberal. Algunas iniciativas apuntan ya en esta dirección, teniendo a menudo por protagonistas a diversas mujeres, pero eso ya es materia para otro artículo.
/Este texto ha sido publicado orignialmente en Diálogo Político
Miguel Ángel Martínez Meucci es profesor de Estudios Políticos. Consultor y analista para diversas organizaciones. Doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación por la Universidad Complutense de Madrid