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Columna Opinión

Bolivia: estatismo emocional y fe ciega estatal

Miguel Angel Amonzabel Gonzales, Investigador y analista socioeconómico / RR.SS.

Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales

Investigador y analista socioeconómico

En Bolivia, la política no es solo un ejercicio de poder: es una pasión cultural. Desde tiempos republicanos hasta la actualidad, el imaginario colectivo ha concebido a la función pública como un refugio libre de riesgos, esfuerzo y sacrificio personal. Esta percepción, que ya insinuaba Alcides Arguedas en sus obras más polémicas, permanece vigente con renovada fuerza. Ser político en Bolivia es, para muchos, una aspiración legítima, no tanto por vocación de servicio, sino por suponer un espacio de estatus que no exige competencia técnica ni mérito.

La cultura política boliviana arrastra una relación dependiente con el Estado. Existe una mentalidad profundamente arraigada que lo concibe como proveedor de bienestar, empleo y progreso. En este esquema, la pobreza y el subdesarrollo son culpa exclusiva del Estado que “no invierte”, no importa si se trata de una burocracia ineficiente, un sistema educativo disfuncional o un aparato productivo quebrado. Para una parte significativa de la población, el Estado debe producir, generar empleo, regular precios y, si es posible, resolver todos los problemas cotidianos. El concepto de ciudadanía activa y responsable apenas tiene espacio frente a esta idea de Estado paternalista y todopoderoso.

Con el actual modelo educativo impulsado desde el MAS, heredero de una larga tradición de instrumentalización ideológica del sistema escolar desde la Revolución del 52, la situación ha empeorado notablemente. La Ley Avelino Siñani impone una cosmovisión andina cerrada, con fuerte carga doctrinaria, desconectada de las realidades urbanas y globales. El adoctrinamiento reemplaza al pensamiento crítico. El adolescente citadino es instruido para ser un “ser comunitario productivo agrario”, aunque viva en una ciudad densamente poblada y requiera competencias digitales, científicas y técnicas. Esta desconexión entre el discurso educativo y la realidad configura una peligrosa brecha cultural e institucional.

En paralelo, la irrupción de las redes sociales ha reconfigurado los procesos de socialización política. Hoy, la mayoría de los bolivianos consume información sin filtros ni análisis. Leer libros o periódicos implica un esfuerzo intelectual que las redes han reemplazado por consignas, memes o videos de 30 segundos. Así, las doctrinas políticas se reducen a frases inconexas, repetidas sin comprensión, generando la ilusión de conocimiento. El sujeto digital cree ser experto porque compartió un hilo en Twitter o vio un video viral de TikTok. La capacidad de análisis se diluye, y con ello, la posibilidad de deliberación democrática real.

Esta banalización del pensamiento se refleja también en la clase política emergente. La excesiva apertura que han tenido los espacios de poder ha permitido que dirigentes sindicales, vecinales o de movimientos sociales asuman cargos sin formación mínima. No se trata de despreciar el origen popular, sino de exigir preparación. Hoy, cualquier dirigente barrial sueña con ser alcalde o diputado, pero muy pocos entienden las responsabilidades constitucionales que implica un cargo público. En el nivel legislativo, tanto nacional como subnacional, es evidente la falta de preparación y el bajo nivel técnico de muchos de sus miembros.

El MAS ha perfeccionado una estrategia de polarización que combina clientelismo, ideologización y control territorial. El adoctrinamiento político en zonas rurales ha sido eficiente: muchos ciudadanos repiten el discurso oficial sin cuestionamientos y, en algunos casos, aceptan incluso el uso de la fuerza para “defender el proceso”. Esta visión alimenta una desconfianza histórica hacia lo urbano, visto como espacio de privilegio, traición o imposición. De este modo, el debate de ideas se torna inviable.

No obstante, el otro lado del espectro ideológico —la llamada derecha— tampoco ofrece respuestas consistentes. Muchos jóvenes se identifican con figuras como Javier Milei, repitiendo frases como “el respeto por el proyecto de vida individual” o “el Estado es una organización criminal”. Pero cuando se profundiza la conversación, queda en evidencia que sus conocimientos sobre liberalismo son superficiales. Al preguntar qué hacer si los empresarios se coluden para subir precios, muchos responden sin titubeos: “que intervenga el Estado”. Esta contradicción expone la falta de formación doctrinal y de coherencia conceptual.

Si bien el achicamiento del Estado ha sido clave en algunos procesos de desarrollo, en la práctica también puede generar abusos. No se trata de ser socialista ni libertario, sino de reconocer que los mercados no siempre son perfectos. Como señala el premio Nobel de Economía Jean Tirole, el libre mercado y el derecho a la propiedad deben ser regulados de forma eficiente por el Estado, no eliminados ni monopolizados.

En Bolivia, sin embargo, los entes reguladores no regulan: actúan como brazos políticos del poder para destruir la competencia privada y favorecer a las empresas estatales, muchas de ellas ineficientes y deficitarias. Esta competencia desleal desalienta la inversión en bienes de capital y socava las bases del desarrollo económico. Paradójicamente, mientras se sataniza el mercado en Bolivia, el socialismo chino abre sus puertas a la inversión y la propiedad privada.

Aunque hoy hablar de privatización ya no es completamente tabú, sigue siendo una palabra incómoda. Ninguno de los candidatos presidenciales propone abiertamente privatizar empresas públicas quebradas, a pesar de su ineficiencia crónica. La razón es clara: la mayoría de los bolivianos aún cree que el Estado debe ser el motor del desarrollo. Las raíces estatistas son profundas, y la derecha —por su incapacidad de articular un discurso moderno, empático y pedagógico— sigue lejos de conquistar el poder.

En el fondo, por razones históricas, culturales y psicosociales, Bolivia sigue atrapada en un estatismo emocional, donde el ciudadano exige derechos, pero elude responsabilidades. La democracia se reduce a lealtades ideológicas, consignas vacías y liderazgos caudillistas, mientras el debate serio sobre el modelo de país sigue pendiente. No es solo una crisis de partidos, sino una crisis de cultura política


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