
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
Al grueso de la población boliviana probablemente no le interesa, al menos no de forma consciente, lo que sucede con el tipo de cambio. Sin embargo, aunque muchos lo ignoren, este dato impacta directamente en sus bolsillos: es el principal termómetro de la inflación. Cuando el dólar sube, los precios de alimentos, electrodomésticos, medicamentos y hasta el pan de batalla aumentan. Esto ocurre porque el boliviano pierde fuerza frente al dólar.
Hasta marzo de 2023, un dólar costaba Bs. 6,97. Hoy, en julio de 2025, se cotiza entre Bs. 15,4 y Bs. 16, con picos que superaron los Bs. 18. Se ha más que duplicado. Y con él, los precios de productos esenciales como harina, arroz o aceite. Se trata de una devaluación no reconocida oficialmente, pero evidente en mercados y en la angustia diaria de las familias trabajadoras.
Este fenómeno ha estado acompañado por volatilidad sin precedentes. De marzo a mayo, el dólar físico y digital mostró una tendencia ascendente casi lineal, hasta alcanzar Bs. 18,5 el 15 de mayo. Esto provocó aumentos constantes en productos importados y nacionales cuyos insumos dependen del dólar. Como efecto dominó, la capacidad de compra cayó, la demanda se contrajo y la economía comenzó a frenarse sin que nadie toque el freno de emergencia.
A finales de junio, el dólar cayó abruptamente de Bs. 15,80 a Bs. 14,5, para luego rebotar. Este vaivén sorprendió incluso a analistas técnicos, que lanzaron teorías diversas: desde conspiraciones políticas hasta intervenciones digitales. Lo cierto es que, en Bolivia, el dólar ya no se rige por mecanismos institucionales. El Banco Central no fija el precio ni interviene con seriedad para estabilizarlo. En ese vacío, el valor lo determinan el miedo, los rumores y unos cuantos actores con poder para inducir el precio.
Uno de los factores que alimenta esta distorsión es el desequilibrio fiscal. Desde 2015, Bolivia acumula déficits millonarios —solo en 2023 se estima un déficit de Bs. 32 mil millones— financiados por emisión monetaria del Banco Central. Este flujo de bolivianos sin respaldo ha presionado al alza el tipo de cambio y debilitado la confianza en la moneda nacional. La relación es directa: más emisión, menos valor del boliviano, más demanda por dólares físicos o digitales.
A ello se suma la caída de reservas internacionales, que pasaron de 15.000 millones de dólares en 2014 a poco más de 2.300 millones de dólares en 2025. Sin respaldo externo, el país quedó expuesto a shocks cambiarios y especulación. En ese escenario, el dólar digital (USDT) ganó terreno como refugio. Su cotización, ajustada por algoritmos según la oferta y la demanda en plataformas P2P, llegó a igualar e incluso superar al dólar físico, exacerbando la volatilidad.
Frente a esta situación, el gobierno ha promovido bonos en UFV y en oro, intentando ofrecer alternativas al dólar. Pero estas medidas han sido marginales, con escaso impacto. En paralelo, el ingreso temporal de divisas por créditos externos o exportaciones generó alivio pasajero en la cotización, sin resolver el problema de fondo.
En un escenario donde los dólares escasean, quienes los poseen concentran poder. Uno de esos grupos son los grandes exportadores, que venden en dólares y pagan en bolivianos. Tienen incentivos claros para mantener un tipo de cambio elevado, ya que se benefician ampliamente de la ganancia cambiaria. Si en 2023 necesitaban Bs. 70 millones para cubrir operaciones por 10 millones de dólares, hoy, con una cotización de Bs. 16, requieren apenas 4,4 millones de dólares. Si el dólar subiera a Bs. 20, solo necesitarían 3,5 millones de dólares. Así de sencillo. Y así de injusto. Esta relación crea incentivos perversos: retrasar la liquidación de divisas, condicionar su ingreso o influir —de forma directa o indirecta— en el tipo de cambio. En un país donde los exportadores son pocos y poderosos, no se puede descartar una colusión silenciosa entre actores que prefieren un dólar caro y una economía empobrecida.
Mientras tanto, la banca privada guarda silencio. A pesar de contar con capacidad técnica y liquidez, y aunque la política cambiaria no sea de su competencia directa, tampoco ha propuesto ni impulsado mecanismos de estabilización como la reactivación del bolsín o esquemas de cobertura cambiaria. ¿Cómo es posible que plataformas descentralizadas, sin regulación ni transparencia, definan hoy la referencia cambiaria de toda la economía?
En las casas de cambio, el escenario es caótico. Hay días en que no venden, solo compran. Las diferencias entre el precio de compra y venta oscilan entre Bs 1 a Bs. 3. Sin regulación clara ni autoridad que fije límites, el mercado informal opera con lógica de especulación pura. Y el Banco Central, lejos de cumplir su rol estabilizador, actúa como un espectador institucional sin voz ni acción.
Por si fuera poco, las redes sociales y algunos medios amplifican la incertidumbre. Tiktokers, youtubers y autodenominados analistas económicos viralizan escenarios apocalípticos —como un dólar a Bs. 30— que siembran miedo y empujan decisiones de compra compulsiva. La prensa tradicional, en lugar de calmar, muchas veces repite sin verificar. El resultado: una profecía autocumplida alimentada por desinformación.
El gobierno no frena esta devaluación no oficial. Mientras firma contratos de litio, la canasta familiar sube y el dólar sigue impredecible. ¿Quién fija el dólar? Una mezcla de intereses económicos, especulación digital, emisión sin respaldo y temor colectivo. Sin una política económica coherente, el precio de la inestabilidad seguirá subiendo. Es una mezcla de intereses económicos, especulación digital, emisión sin respaldo y temor colectivo. Mientras no se imponga una política económica coherente, transparente y creíble, no solo seguirá subiendo el dólar. Subirá también el precio de la inestabilidad.
Miguel Angel Amonzabel Gonzales, investigador y analista socioeconómico.