
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
El calendario electoral de Bolivia para 2025 ya arrancó como un carnaval prematuro: 15 organizaciones políticas — once partidos y cinco alianzas — han inscrito candidaturas presidenciales, inundando la escena con al menos 15 aspirantes. De estos, 13 son opositores y dos o tres están ligados al MAS. Mientras el país se hunde en crisis económica, política, social y energética, los candidatos prometen soluciones mágicas entre guerras sucias, bailes en TikTok y videos virales. La política se reduce a un reality show, pero Bolivia necesita algo más que carisma: un estadista. Lamentablemente, entre tanto aspirante, no hay uno solo que reúna las cualidades necesarias para guiar a Bolivia hacia un futuro estable.
Bolivia no puede permitirse otro presidente mediocre. La coyuntura exige un líder con visión estratégica, honradez intachable y capacidad técnica para gestionar un Estado en crisis. Debe negociar con pragmatismo, rodearse de expertos y comunicar sin demagogia. Pero los candidatos actuales, sin excepción, fallan en alguna de estas áreas. Algunos carecen de experiencia en gestión, otros de empatía para entender el sufrimiento del pueblo, y muchos no tienen una estrategia clara para el país. Bolivia ha tropezado una y otra vez con gobernantes incapaces o peligrosos, salvo contadas excepciones. ¿Por qué seguimos cayendo en la misma trampa? La respuesta está en una mezcla tóxica de ignorancia cívica, idealización irracional y sesgos psicológicos que distorsionan la política boliviana.
El síndrome de Dunning – Kruger explica por qué tantos se creen presidenciables. Este sesgo cognitivo hace que personas con poca preparación sobreestimen sus capacidades, ignorando su propia ignorancia. En Bolivia, vemos candidatos que, sin formación técnica ni comprensión de los problemas nacionales, se lanzan a la presidencia con una confianza desmedida. Desprecian el consejo de expertos, trivializan crisis complejas y toman decisiones impulsivas que afectan a millones. Esta ilusión de competencia produce líderes soberbios pero ineptos, que conducen al país al estancamiento o al desastre. Basta mirar el historial de promesas incumplidas y gestiones caóticas para entender el daño que causan estos falsos estadistas.
La ciudadanía también tiene su cuota de responsabilidad. El “Síndrome del Mesías Político”, como lo describe Enrique Krauze, nos lleva a buscar salvadores milagrosos que resuelvan todo con un chasquido de dedos. Creemos en candidatos que se presentan como redentores, ignorando que ningún líder, por carismático que sea, puede gobernar sin equipos técnicos, instituciones sólidas y controles democráticos. Esta fantasía ha dado poder a figuras que, lejos de cumplir sus promesas, han profundizado las crisis. En Bolivia, desde Mariano Melgarejo hasta líderes más recientes, hemos idealizado a quienes terminan traicionando nuestra confianza, ya sea por corrupción, autoritarismo o simple incompetencia.
Otro factor determinante son las deficiencias cognitivas y educativas de gran parte del electorado. El analfabetismo cívico es rampante: muchos desconocen cómo funciona el gobierno, cuáles son los roles de las instituciones o qué implica realmente un proceso democrático. Esto lleva a que se vote por promesas vacías, figuras carismáticas o slogans seductores. La falacia del “hombre común” refuerza la peligrosa idea de que cualquiera puede gobernar, ignorando que dirigir un Estado moderno requiere competencias técnicas, visión estratégica y capacidades de gestión. Estas carencias, agravadas por la desigualdad educativa y la polarización política, facilitan la manipulación emocional y el ascenso de liderazgos populistas.
En los procesos electorales, las distorsiones emocionales juegan un rol aún más determinante, desplazando a la razón y a la evaluación crítica. El sesgo de simpatía y el voto emocional impulsan a los ciudadanos a elegir candidatos por su carisma o cercanía mediática, no por la solidez de sus propuestas o su capacidad de gestión. Esta tendencia se entrelaza con el síndrome de la irracionalidad electoral, donde las campañas se reducen a slogans vacíos, apelaciones tribales y discursos de identidad emocional que sustituyen cualquier debate programático serio. Así, el electorado premia la teatralidad sobre la competencia, permitiendo que individuos sin preparación adecuada asciendan al poder.
Otro factor que perpetúa la mediocridad política son los errores de responsabilidad y pertenencia. El síndrome de la responsabilidad delegada lleva a muchos votantes a creer que su tarea cívica termina al depositar su voto, desentendiéndose luego del deber de fiscalizar, exigir rendición de cuentas y participar activamente en la vida democrática. A esto se suma la ceguera de identidad política: un apoyo incondicional a “los míos”, ya sean partidos o líderes, incluso ante evidencia de corrupción o incompetencia. Esta lealtad irracional y la indiferencia ciudadana permiten la reproducción de liderazgos mediocres y sistemas políticos degradados, donde la impunidad y la falta de meritocracia son norma.
Lo más alarmante es la fragmentación electoral que se avecina. Con 15 candidaturas, los votos se dispersarán, debilitando al próximo presidente y complicando la gobernabilidad. Un parlamento fragmentado, como hemos visto en el pasado, lleva a obstrucción, chantaje político y parálisis. Si queremos evitar este desastre, debemos votar con conciencia, concentrando el apoyo en pocas fuerzas políticas que ofrezcan propuestas serias y candidatos con trayectoria. No basta con rechazar al MAS o a la oposición por inercia; hay que evaluar quién tiene las herramientas para gobernar, no solo para ganar.
Bolivia no necesita más aspirantes a la presidencia, sino un estadista: un líder que deje de lado el ego, el populismo y los videos virales para ofrecer una visión clara, honesta y viable. Sin embargo, esto no será posible mientras la ciudadanía siga atrapada en el analfabetismo cívico, el voto emocional y la fe en figuras mesiánicas. La transformación requiere un electorado que se informe, fiscalice y vote con la razón. Solo así podrá evitarse que el carnaval electoral de 2025 condene al país a otro capítulo de mediocridad y crisis.
Miguel Angel Amonzabel Gonzales es investigador y analista socioeconómico