
Por: Carlos Ugo Santander/Latinoamérica21
Tuve la oportunidad de conocer personalmente a Mario Vargas Llosa en Caracas, en 1993, durante uno de los primeros congresos organizados por la Asociación Latinoamericana de Sociología. Un editor conocido invitó a un grupo de jóvenes a la presentación que el autor realizaría en la librería Planeta con motivo del lanzamiento de su novela “Lituma en los Andes”, obra que acababa de recibir el premio otorgado por dicha casa editorial.
En ese entonces, Perú se encontraba inmerso en un contexto marcado por la ruptura del orden democrático, tras el autogolpe de Alberto Fujimori —quien, por cierto, había derrotado a Vargas Llosa en una campaña electoral memorable. Tras aquella derrota, Vargas Llosa optó por abandonar la política y regresó a su territorio natural: la literatura. Ante la pregunta sobre la situación peruana, su respuesta fue generosa, optimista y marcada por una cortesía que aún recuerdo.
A medida que su obra se fue desarrollando, a diferencia de otros escritores latinoamericanos —como Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias o el propio Julio Cortázar—, Vargas Llosa no solo cultivó un estilo literario singular (como lo señala la crítica), sino que exploró el análisis del poder en sus múltiples manifestaciones.
Más allá de sus posiciones ideológicas, desde el campo de la sociología política puede advertirse un punto de convergencia con Michel Foucault: ambos comparten una profunda preocupación por el poder —por sus formas de ejercicio, reproducción, legitimación y resistencia—. En el caso de Vargas Llosa, esta inquietud se encuentra transversalmente presente en su narrativa, lo cual convierte a su obra en una fuente rica para la reflexión sobre lo político.
En sus primeros años, Vargas Llosa fue un entusiasta defensor de la Revolución Cubana. Sin embargo, rompió con el régimen a raíz del caso del poeta Heberto Padilla, arrestado en 1971 tras haber sido galardonado, apenas tres años antes, con el Premio Nacional de Poesía. Su obra fue denunciada como subversiva y contrarrevolucionaria, y su detención marcó un punto de inflexión. Los escritores intermediaron moderadamente por la libertad de Padilla y la respuesta del gobierno fue acusarlos de agentes de la CIA. La posterior y humillante autoinculpación pública a la que fue forzado Padilla, provocó una profunda conmoción en la intelectualidad internacional y un divisor de aguas.
Este episodio constituyó una fractura ética y simbólica entre el régimen cubano y un amplio sector de la comunidad intelectual. Figuras como Jean-Paul Sartre, Susan Sontag, Simone de Beauvoir, Italo Calvino o Carlos Fuentes, bajo la dirección de Vargas Llosa, manifestaron públicamente su desacuerdo. A partir de allí, su postura crítica lo fue alejando progresivamente de los círculos culturales hegemónicos latinoamericanos, dominados por una izquierda que muchas veces se mostraba indulgente frente al autoritarismo revolucionario.
La obra que más me impactó al establecerme en Brasil en el año 2000 fue “La guerra del fin del mundo”. Aunque publicada en 1981, sorprendentemente no tenía aún una gran presencia -y aún no la tiene por prejuicios ideológicos- en los círculos académicos brasileños. La obra, que inicialmente podría catalogarse -erroneamente- dentro del conjunto del realismo mágico, en la línea de “Cien años de soledad”, es una novela histórica rigurosamente documentada que ha sido comparada con “Guerra y paz” de Tolstói por su ambición narrativa.
Uno de los aspectos del libro que llaman la atención es que se enmarca en el debate latinoamericano sobre los desafíos de la modernidad y los dilemas de la modernización. La novela mencionada anticipa una tragedia de fanatismos enfrentados, en la que se confrontan el fundamentalismo religioso y el fundamentalismo modernizador del Estado republicano. Uno de sus mayores logros es, sin duda, haber otorgado voz a los marginados y que entre otros aspectos la convierten en una obra monumental.
Al recorrer su obra, con excepción de sus ensayos, se advierte una constante: la coherencia. Vargas Llosa emerge como una figura que irradia una perspectiva interdisciplinaria en permanente diálogo —y también en tensión— con campos como la historia, la ética, la ciencia política, la antropología, la sociología e incluso la psicología. De ahí que quizas su lecturas críticas incomodaran tanto a sectores de izquierda como de derecha, en un continente marcado por evidentes contradicciones. De ahí, que sus posicionamientos políticos hayan sido objeto de controversia.
Sus adversarios lo han etiquetado como conservador, aunque en América Latina se haya posicionado en contextos polarizados como un antipopulista. Pero fundamentalmente Vargas Llosa es un liberal clásico, tanto en lo económico como en lo político, y además crítico frente a ciertos progresismos contemporáneos. Un liberal al punto de condenar el dogmatismo de los economistas que creen que el mercado es la solución para todos los problemas en sus más diversas dimensiones y que sería el camino por el que también se llega al autoritarismo.
Otra acusación injusta por la que fue señalado el escritor peruano es de haber apoyado regímenes autoritarios. Lo que no es verdad. Al contrario, su posicionamiento político ha servido como catalizador para una autocrítica obligatoria dentro de la izquierda latinoamericana, en especial respecto al respaldo a regímenes autoritarios como el de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Quizás, su dominio preciso del lenguaje pueda haber provocado confuciones delante de adversarios menos calificados.
Vargas Llosa sin duda fue un adversario implacable. Tanto para la extrema derecha como para la izquierda. Pero quizá, en estos tiempos, haya sido el más inteligente, sofisticado y riguroso. Y por ello mismo, el más necesario. No reconocer las virtudes del adversario en el campo de las ideas, y limitarse a una suerte de descalificación panfletaria, no solo empobrece el debate: revela nuestra cerrazón, como si el pensamiento político fuera apenas una cuestión de hinchada en una tarde de fútbol.