Oruro

¿Es peor la justicia masista que la neoliberal?

Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
Investigador y analista socioeconómico

En Bolivia, la confianza en la justicia es una de las más bajas de América Latina. Estudios de
percepción elaborados por organismos nacionales e internacionales coinciden en un dato
alarmante: más del 75% de los ciudadanos declara no confiar en absoluto en el sistema judicial. A
esta desconfianza estructural se suman denuncias cotidianas en medios de comunicación y redes
sociales: venta de cargos, sentencias a la carta, persecuciones políticas, impunidad para los aliados
del poder. En resumen, una justicia que, en lugar de impartir legalidad, refuerza la arbitrariedad.
Sin embargo, esta descomposición no es reciente. Existe un sesgo frecuente que atribuye la
decadencia judicial exclusivamente al periodo del Movimiento Al Socialismo (MAS), ignorando que
el deterioro institucional viene de mucho antes. La pregunta, por tanto, no es si antes la justicia era
buena, sino si hoy es peor. ¿Es más corrupta, más politizada, más ineficaz la justicia masista que la
neoliberal? Para responder con honestidad intelectual, es indispensable mirar el pasado con
perspectiva histórica y no con nostalgia.
Desde tiempos coloniales, el sistema judicial en el territorio que hoy es Bolivia ha sido una
herramienta de dominación antes que un garante de derechos. Como lo describe Bernard Lavallé,
la venta de cargos públicos – la llamada venalidad – fue una práctica institucionalizada por la corona
española desde fines del siglo XVI. A cambio de dinero, la monarquía entregaba puestos en la
administración colonial, incluidos jueces y fiscales. Los nuevos funcionarios, sin formación jurídica,
veían su cargo como una inversión a recuperar. El resultado fue un sistema judicial profundamente
corrupto, lento, parcial y sometido a los intereses de los poderosos.
En regiones periféricas como Jujuy, entonces bajo jurisdicción de la Audiencia de Charcas,
encomenderos y comerciantes controlaban los juzgados para afianzar su poder económico. El caso
de Pablo Bernárdez de Ovando, atrapado en un litigio de más de 30 años, revela cómo la lentitud
judicial era una estrategia para preservar privilegios.
Con la República, ese patrón no se quebró, solo se adaptó. Durante los gobiernos neoliberales (1985
– 2005), la justicia boliviana mantuvo su carácter excluyente y clientelar. Los cargos judiciales se
repartían entre los partidos del pacto parlamentario, y no eran raros los casos de nepotismo. Un
ejemplo poco recordado involucra a un director administrativo del Órgano Judicial que contrató a
seis parientes en la misma repartición. La corrupción existía, pero en menor escala, no por mayor
ética, sino porque el Estado manejaba menos recursos y la fiscalización era limitada por la falta de
tecnología.
La llegada del MAS al poder en 2006 prometía un cambio estructural. En 2009, la nueva Constitución
introdujo una medida inédita: la elección popular de autoridades judiciales. La idea era democratizar
el acceso al poder judicial y acabar con los pactos políticos. Sin embargo, la medida consolidó la
captura del sistema por parte del partido gobernante. Los candidatos eran filtrados por la Asamblea
Legislativa, controlada por el MAS, y debían hacer campaña sin poder expresarse libremente debido
a restricciones legales. Además, debían invertir recursos propios sin garantías de transparencia ni
independencia, lo cual generó compromisos políticos y sospechas de parcialidad.
El resultado fue una justicia aún más vulnerada. En lugar de romper con la herencia clientelar, esta
se profundizó. Líderes opositores fueron encarcelados sin juicio previo, mientras figuras vinculadas
al oficialismo, pese a enfrentar múltiples denuncias, suelen quedar impunes. Medios y redes han
documentado casos de magistrados que venden cargos o manipulan sentencias, repitiendo
prácticas coloniales con métodos modernos.
Si la justicia neoliberal fue deficiente, la masista ha sido peor por al menos tres razones: el
incremento de los recursos públicos disponibles, la consolidación de un poder hegemónico sin
contrapesos institucionales, y la proliferación de tecnologías que han hecho más visible la
corrupción. Los celulares, las redes sociales y el periodismo digital han documentado lo que antes
se ocultaba: jueces negociando sentencias por WhatsApp, audios de autoridades presionando a
fiscales, o videos que evidencian la venalidad de la justicia.
La tecnología también ha cambiado la percepción ciudadana. Antes, los actos de corrupción
quedaban en el anonimato. Hoy, una grabación basta para exponer públicamente a un funcionario.
Esto no implica que antes no hubiera corrupción, sino que ahora es más difícil de esconder.
No todo ha sido retroceso. Es justo reconocer que durante los años del MAS se creó la Escuela de
Jueces, una institución orientada a elevar el nivel técnico de los operadores judiciales. Aunque su
impacto ha sido limitado, representa un intento de profesionalización que merece ser destacado.
Comparar ambos periodos requiere entender sus contextos. La justicia neoliberal fue más lenta y
excluyente, afectada por la precariedad institucional. En contraste, la justicia masista ha sido más
politizada y descarada, debido al control partidario y a condiciones que facilitaron una corrupción
más amplia. Aunque ambas etapas comparten rasgos como la corrupción, la parcialidad y la
desconfianza ciudadana, el periodo masista destaca negativamente por haber institucionalizado el
uso político de la justicia, desnaturalizado el voto ciudadano en la elección judicial y normalizado la
impunidad selectiva.
El deterioro de la justicia boliviana es un fenómeno histórico y persistente. Pero negar que en los
años recientes ha alcanzado niveles más visibles y peligrosos sería una forma de complicidad
intelectual. La justicia masista, lejos de erradicar las prácticas corruptas, las ha perfeccionado bajo
una retórica de cambio que, en los hechos, terminó protegiendo a los amigos del poder y castigando
a sus críticos.
Como decía Bertrand Russell, cada grupo ideológico crea su propio mapa del mundo. Lo
preocupante es que, en el mapa judicial boliviano, ya no existen rutas confiables. Solo callejones
oscuros donde el ciudadano común, sin poder ni dinero, sigue siendo la principal víctima.

Investigador y analista socioeconómico


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