
Por: Ronald Nostas Ardaya
Uno de los peores resultados del actual modelo económico ha sido la extrema precarización del sector privado, especialmente de las empresas que operan en la formalidad, cumpliendo con la regulación laboral, impositiva y administrativa.
Según cifras publicadas por el Sistema Integrado de Información Productiva, la cantidad de empresas activas formales, a febrero de 2025, alcanzaba a 116.238, frente a las 144.129 registradas por FUNDEMPRESA en 2014; es decir que, en 11 años, 27.891 empresas formales pasaron a la inactividad. Actualmente, las empresas industriales manufactureras activas suman 10.623, mientras que en 2018 eran 12.206. El PIB industrial cayó del 5,5% en 2018 a menos del 1% en 2024. Las empresas medianas y grandes son apenas 4.294 y emplean a 312.822 personas; mientras que las micro, pequeñas y las no categorizadas alcanzan a 111.944 y tienen 185.478 dependientes.
Esta situación es consecuencia de la imposición de un modelo que concentró la generación y distribución de riqueza en manos del Estado, distorsionando el crecimiento y fomentando el incremento de la informalidad, –del 68% en 2013 al 85% en 2024–, y del contrabando, que hoy supera los 3.500 millones de dólares anuales. Pero que además, implementó medidas represivas contra las empresas, como el aumento salarial desconectado de la productividad, el acoso fiscal y la excesiva carga burocrática.
Sin un marco legal sólido y con un sistema de justicia colapsado, los derechos de propiedad y los contratos se tornaron inseguros; la corrupción y la burocracia se expandieron; el Estado creó empresas politizadas e ineficientes para competir con el sector privado e imponer monopolios; se cerraron mercados como el ATPDA; aumentaron las barreras comerciales y arancelarias; y se abandonaron las políticas que incentivaban la innovación y el desarrollo tecnológico.
No fueron las condiciones externas, sino el propio modelo el que condujo al sector privado boliviano a enfrentar un entorno cada vez más restrictivo, caracterizado por inseguridad jurídica, exceso regulatorio, presión tributaria desproporcionada y un clima político cargado de incertidumbre. Pese a su resiliencia, las empresas siguen operando en condiciones adversas que limitan su capacidad de generar empleo formal, invertir, innovar y competir en el mercado global. En este contexto, la informalidad crece, la productividad se estanca y los márgenes de sostenibilidad empresarial se reducen peligrosamente.
Pese a todo lo expuesto, desde la perspectiva gubernamental, el empresariado formal es considerado ineficiente, lo que justificaría fortalecer el papel del Estado en la economía. Lo que no se menciona es que el debilitamiento de las empresas fue un objetivo político deliberado, que originó problemas estructurales como la caída de la inversión y la competitividad, ralentización del crecimiento, aumento del desempleo y del subempleo, fuga de capitales, profundización de la desigualdad, inestabilidad macroeconómica, aislamiento comercial, retroceso tecnológico, expansión de la informalidad y evasión fiscal. De hecho, la escasez de dólares, la crisis energética, la inflación y la desconfianza internacional tienen su raíz en el estatismo y en la precarización de las empresas.
Debemos entender que el fortalecimiento del sector privado no depende únicamente del esfuerzo empresarial individual, sino de un entorno que garantice reglas claras, estabilidad jurídica, competencia sana y apertura. El éxito de las unidades productivas, comerciales y de servicio requiere más que incentivos económicos. Necesita instituciones sólidas, transparencia estatal, un marco normativo eficiente y una visión de desarrollo compartida entre lo público y lo privado.
Por estas razones, uno de los mayores desafíos para el próximo gobierno será recuperar el valor de la propiedad privada y la libertad de empresa, creando condiciones institucionales, económicas y normativas que aseguren un entorno propicio para la inversión, la innovación y la libre competencia.
Bolivia precisa un cambio estructural que respete el rol del empresariado, asegurando normas claras y estables, entorno regulatorio transparente y justo, política fiscal responsable, carga tributaria razonable, libre competencia, estabilidad macroeconómica, acceso a mercados, instituciones políticas legítimas y estables y una cultura de legalidad y confianza. Esto no implica la ausencia del Estado, sino asegurar que éste se limite a cumplir su rol y actúe como garante de reglas claras, estabilidad y apertura, sin interferencias arbitrarias ni barreras excesivas; además de definir un marco de colaboración público-privada que incentive la inversión y libere el espíritu emprendedor, especialmente entre los jóvenes.
Fomentar un entorno donde las empresas puedan desarrollarse libremente no es solo una medida económica, es una apuesta por el progreso social, la innovación productiva y la construcción de sociedades más equitativas, libres y justas.
Ronald Nostas Ardaya es industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia.