
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales / Investigador y analista socioeconómico
La inflación en Bolivia ha dejado de ser una amenaza latente para convertirse en una realidad cotidiana que golpea a millones de hogares. Solo en el primer trimestre de 2025, el índice general alcanzó un 5%, mientras que los precios de los alimentos subieron un 6,92%. Estos datos oficiales esconden un drama aún mayor: los productos básicos como la carne, el arroz, el aceite y los huevos han experimentado aumentos que, según estimaciones no oficiales, elevan la inflación real percibida entre un 25% y 30%. Esta presión ha desbordo las calles con cacerolazos y marchas, demandando a las autoridades locales y nacionales respuestas urgentes frente a la especulación.
A este escenario ya delicado se suma la escasez de hidrocarburos que se está volviendo una constante, que ha provocado filas interminables en estaciones de servicio y ha incrementado el malestar social. Las declaraciones del presidente de YPFB, quien admitió la falta de recursos para mantener la subvención de los combustibles, agravaron la incertidumbre. Esta crisis no es solo económica, sino también política y de confianza: la ciudadanía percibe que el gobierno no tiene un rumbo claro, y los mercados responden con más especulación, sobre todo en el mercado paralelo del dólar, donde la cotización ya supera los Bs. 13.20.
Cabe preguntarse si el Movimiento Al Socialismo (MAS), en sus casi dos décadas de gobierno, alguna vez tuvo un verdadero plan económico más allá de las consignas. Si bien desde 2006 impulsaron el llamado Modelo Económico Social Comunitario Productivo (MESCP), en la práctica este ha funcionado más como una narrativa política que como una estrategia estructurada. El crecimiento sostenido durante los primeros años se apoyó en un contexto internacional favorable —altos precios del gas, minería y la soya, demanda externa sostenida— pero no en reformas profundas.
La socióloga argentina Maristella Svampa definió esta fase como el tránsito del «Consenso de Washington» al «Consenso de los Commodities»: un modelo basado en el extractivismo, que permitió a gobiernos de izquierda sostener programas sociales sin alterar profundamente las estructuras económicas. El caso boliviano es emblemático. Se promovió una expansión del gasto público y se acumularon reservas internacionales, pero se descuidó la inversión en diversificación productiva, se ahondó la dependencia de los recursos naturales y se consolidó un aparato estatal más burocrático que eficiente.
Entre 2006 y 2014, Bolivia vivió un ciclo económico expansivo, impulsado por ingresos extraordinarios de la renta gasífera. Fue un periodo de auge visible en el crecimiento de la construcción, el alza del valor inmobiliario y el aumento del gasto público. Sin embargo, a partir de 2015, la caída de los precios internacionales y la menor capacidad exportadora redujeron significativamente esos ingresos. En lugar de aplicar ajustes o invertir en exploración para recuperar el potencial energético, el gobierno optó por cubrir el déficit recurriendo a reservas internacionales y endeudamiento.
Hoy, un análisis crítico obliga a preguntarse: ¿por qué no se fortaleció a YPFB con recursos para producción?, ¿por qué se mantuvo un tipo de cambio fijo artificial y la subvención a los hidrocarburos pese a la merma fiscal?, ¿por qué se otorgó el doble aguinaldo durante años de caída de ingresos? Las decisiones del gobierno en ese periodo fueron irresponsables, y también lo fue el respaldo acrítico que recibieron por parte de organismos multilaterales que, en su momento, elogiaron al entonces ministro de Economía, Luis Arce Catacora, destacando la supuesta solidez del modelo boliviano sin advertir sus debilidades estructurales.
Con Luis Arce en la presidencia desde 2020, la inercia continuó. Su gobierno ha mostrado una marcada reticencia a tomar decisiones impopulares, aunque necesarias. En marzo de 2023, existió la posibilidad de aplicar minidevaluaciones controladas para aliviar la presión cambiaria, pero se eligió no hacer nada. Como consecuencia, el mercado paralelo tomó el protagonismo, desestabilizando el tipo de cambio y erosionando la confianza.
En marzo de 2024, cuando ya era evidente que la situación se salía de control, el Ejecutivo convocó al empresariado, pero nuevamente eludió las medidas difíciles. Ajustar el tipo de cambio oficial a Bs. 9 por dólar y subir el precio del diésel a Bs. 5.50 habrían sido pasos dolorosos, sí, pero necesarios para corregir distorsiones. El costo político pesó más. El resultado fue peor: inflación sin control y sin el beneficio de una estabilización económica.
El episodio más reciente, y quizás más alarmante, ocurrió el 11 de marzo de 2025. El presidente de YPFB reconoció públicamente que ya no hay fondos para sostener la subvención de los combustibles. Esta admisión, sin un plan de contingencia, disparó nuevamente la incertidumbre. Desde entonces, el dólar paralelo subió de Bs. 11.30 a más de Bs. 13.20. No es que el país se haya quedado sin divisas, sino que la percepción de riesgo, alimentada por la opacidad y la falta de acción, está haciendo estragos.
Faltan apenas cuatro meses para las elecciones generales. La urgencia de actuar es extrema. El gobierno debe evitar más errores y comunicarse con claridad. Pero la responsabilidad no es solo del poder ejecutivo. La ciudadanía también debe elevar sus estándares. Es hora de exigir propuestas económicas viables, detalladas y creíbles a todos los candidatos. Bolivia ya no puede votar por discursos identitarios, pasados revolucionarios o promesas vacías. La crisis actual exige una ciudadanía más informada y una dirigencia política capaz de decir la verdad, aunque duela.
El experimento económico del MAS ha llegado a sus límites. El intervencionismo estatal basado en la renta extractiva, manejado con criterios clientelares y centralistas, ha colapsado. Lo que Bolivia necesita ahora no es otro relato ideológico, sino un plan serio y ejecutable. Y sobre todo, necesita coraje político para aplicarlo.