
Por: Miguel Angel Amonzabel Gonzales
A casi cinco años del inicio de la pandemia de COVID-19, Bolivia aún no ha realizado una evaluación exhaustiva sobre las medidas adoptadas por el gobierno en salud, educación y economía. El 11 de marzo de 2020 marcó el inicio de una crisis sin precedentes, y aunque ha pasado tiempo suficiente, la falta de análisis crítico deja muchas interrogantes sin respuesta. ¿Fue adecuada la respuesta estatal? ¿Qué aprendimos de esta experiencia? ¿En qué fallamos y qué logros se obtuvieron? Las cicatrices de esta época siguen siendo visibles en sectores clave del país.
Uno de los principales problemas enfrentados por Bolivia durante la pandemia fue la gestión de la información. La crisis sanitaria global expuso una de las debilidades más graves del Estado: la falta de transparencia y la desinformación en la comunicación gubernamental. Desde el principio, la población se vio confundida con las estadísticas oficiales sobre contagios, fallecidos y recuperados, las cuales no siempre coincidían con la realidad. Esto dificultó la toma de decisiones y alimentó teorías conspirativas y desinformación, lo que incrementó el pánico y la confusión. Las redes sociales se convirtieron en un campo de batalla de narrativas, donde pseudo-científicos y autoproclamados expertos difundieron información errónea sobre las vacunas y promovieron remedios peligrosos como la ivermectina y el dióxido de cloro. A pesar de las advertencias de la OMS y la FDA, muchos ciudadanos creyeron sin cuestionar lo que circulaba en Internet, lo que aumentó aún más el riesgo sanitario.
La falta de una estrategia coherente de comunicación por parte del gobierno fue otro punto crítico. Durante los primeros meses de la pandemia, las medidas de restricción cambiaban constantemente y las directrices sobre bioseguridad y vacunación eran confusas e inconsistentes. Esta incertidumbre generó desconfianza y dio pie a la desobediencia social. En las ciudades más grandes, muchos barrios no acataron el aislamiento domiciliario y, en secreto, se realizaban fiestas y reuniones sociales sin respetar las medidas sanitarias, lo que propició picos de contagios en fechas clave, como el Día de la Madre.
En el sector salud, la pandemia reveló lo que muchos ya sabían: Bolivia carecía de una infraestructura sanitaria adecuada. Los hospitales públicos, ya colapsados antes de la crisis, no pudieron hacer frente al COVID-19. Las imágenes de familias buscando oxígeno o haciendo largas filas frente a los hospitales se grabaron en la memoria colectiva del país. La falta de camas, respiradores y medicamentos esenciales no solo afectó la atención, sino que también mostró la falta de preparación del personal médico, muchos de los cuales trabajaron en condiciones extremas y sin el equipo de protección adecuado. En medio de la crisis, surgieron denuncias de corrupción, como el caso de los respiradores adquiridos a sobreprecio, que reflejaron la ineficiencia y la codicia de algunas autoridades. La compra de estos dispositivos, por un monto exorbitante de 3.6 millones de dólares, fue solo un ejemplo de varios actos de corrupción y la mala gestión de recursos en tiempos de emergencia.
Otro aspecto crítico fue la falta de políticas claras para garantizar la atención a los trabajadores de la salud, quienes, a pesar de arriesgar sus vidas, no recibieron el apoyo necesario en términos laborales ni económicos. Los médicos que enfrentaron la emergencia a menudo lo hicieron sin contratos adecuados y, una vez superada la crisis, muchos fueron despedidos, mientras que los médicos de planta, en ocasiones, se ausentaron bajo pretextos administrativos. Esta falta de reconocimiento y protección laboral es una de las grandes lecciones no aprendidas de la crisis.
El sector educativo también se vio gravemente afectado. En un país donde las desigualdades en el acceso a la educación ya eran evidentes, el COVID-19 las amplió aún más. Mientras en las zonas urbanas los estudiantes pudieron continuar con sus estudios a través de plataformas digitales, muchos niños y jóvenes en áreas rurales y periurbanas quedaron completamente desconectados del sistema educativo, debido a la falta de acceso a Internet y dispositivos tecnológicos. La transición a la educación virtual fue un desafío monumental que expuso la precariedad del sistema educativo boliviano. La falta de preparación en docentes y estudiantes, la carencia de recursos y la improvisación en la implementación de nuevas tecnologías resultaron en un colapso educativo. Los informes posteriores mostraron un aumento alarmante en el fracaso escolar, especialmente en materias clave como matemáticas y ciencias.
En el ámbito económico, Bolivia sufrió un golpe devastador. La economía ya estaba debilitada antes de la pandemia, y la cuarentena decretada en marzo de 2020 paralizó casi por completo la producción. El sector informal, que representa más del 80% de la población activa, se vio especialmente afectado. A pesar de los programas de ayuda económica, como los bonos universales y los créditos blandos, estos fueron insuficientes y mal gestionados. En muchos casos, las ayudas no llegaron a quienes más las necesitaban y los mecanismos de distribución fueron opacos y burocráticos, lo que generó frustración. La falta de políticas públicas eficaces para mitigar el impacto de la crisis económica dejó a millones de bolivianos en una situación de extrema vulnerabilidad.
La pandemia demostró la ausencia de una institucionalidad sólida y la falta de pensamiento crítico en la ciudadanía. Las instituciones legislativas, tanto a nivel central como subnacional, no han realizado una evaluación exhaustiva sobre la efectividad de las medidas tomadas. Tampoco se ha investigado adecuadamente el manejo de las donaciones y los recursos destinados a la crisis, lo que deja abierta la posibilidad de corrupción. Lo más preocupante es que, a pesar de las lecciones dejadas por esta crisis, parece que no hemos aprendido como país. La falta de transparencia, la descoordinación y la corrupción han dejado en evidencia las debilidades estructurales del Estado.
Miguel Angel Amonzabel Gonzales es investigador y analista socioeconómico.