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América Latina en la política internacional: ¿No alineamiento activo u oportunismo periférico?

Imagen referencial /RRSS

Por: María Victoria Álvarez y Detlef Nolte/Latinoamérica21

La guerra en Ucrania ha tenido un gran impacto en la política internacional, y la reacción de los gobiernos latinoamericanos ante este conflicto ha revelado posiciones diferenciadas. Algunos apoyaron abiertamente la invasión rusa, otros eran muy claros en su crítica y condenaron la agresión rusa, como muestra su voto en la Asamblea General de Naciones Unidas y en la OEA. Además, algunos gobiernos zigzaguearon en su voto y/o se ofrecieron como mediadores en el conflicto.

Aunque la mayoría de los gobiernos latinoamericanos han condenado la agresión rusa en Naciones Unidas, esos mismos gobiernos han rechazado la entrega de armas y la imposición de sanciones, y en algunos casos incluso han incrementado el comercio con Rusia. Lo que podría parecer un comportamiento ambiguo o incluso contradictorio no es caprichoso ni accidental; en realidad, representa un enfoque racional para navegar por las aguas turbulentas de un mundo multipolar sin poner en peligro los intereses nacionales.

El concepto de no alineamiento activo se ha vuelto bastante popular en los debates sobre el posicionamiento de América Latina en la política internacional y en el conflicto de Ucrania. Pero se plantea la cuestión de si este concepto es realmente el más adecuado para captar las políticas de los gobiernos latinoamericanos y qué ventajas ofrece este en comparación con otros conceptos. Políticos y académicos de la India, por ejemplo, prefieren el concepto de multi-alineamiento, como una herramienta para maximizar los intereses nacionales y preservar cierta autonomía estratégica.

En lugar de hablar de no alineamiento activo, podría ser también más preciso referirse al concepto del ‘oportunismo periférico’. Este término no busca ser despectivo, sino que describe cómo los gobiernos reaccionan ante una estructura de oportunidades y riesgos en cambio. La transición hacia un sistema internacional multipolar ha ampliado el margen de maniobra para los gobiernos en la periferia que al mismo tiempo son conscientes de las realidades del poder. En línea con el ‘realismo periférico’ desarrollado por Carlos Escudé, estos gobiernos reconocen que existen desigualdades estructurales en la política internacional y que, por tanto, no se debe provocar innecesariamente a las grandes potencias.

Aunque el posicionamiento de un gobierno periférico frente a los conflictos internacionales por sí sola no altera el equilibrio global, como sí lo hace la acumulación de posiciones periféricas, puede conllevar costos y beneficios. Por ello, la mayoría de los gobiernos sigue una estrategia de minimizar riesgos, mantener un perfil bajo y blindarse de las presiones y la influencia ejercidas por las grandes potencias. Tal estrategia no excluye la posibilidad de obtener beneficios a corto plazo de la competencia entre grandes potencias y del reclamo de tomar partido en conflictos internacionales, siempre que surja la oportunidad y los beneficios superen los posibles costes. En la literatura especializada sobre relaciones internacionales, una estrategia de este tipo se denomina “hedging”. Sin embargo, hay razones para desviarse de esa estrategia, sobre todo si ocasiona costes mucho más elevados que la de alinearse con una potencia grande, o si alinearse promete más beneficios.

También existe una jerarquía en la periferia. Las opciones estratégicas son diferentes para las potencias emergentes o las potencias regionales (como Brasil en América Latina) que son cortejadas por las grandes potencias y cuyo posicionamiento tiene una mayor influencia en la política internacional. Potencias emergentes, como India o Brasil, pueden promover una estrategia más proactiva y prefieren un alineamiento múltiple. Para las potencias emergentes o regionales, el conflicto ucraniano ofrece la oportunidad de mejorar o consolidar su estatus en el sistema internacional. Mientras una estrategia de “hedging” tiene como objetivo mantenerse al margen del conflicto y pasar desapercibido, el alineamiento múltiple es proactivo y puede tener como objetivo la inclusión en posibles resoluciones del conflicto.

Hay buenos argumentos para afirmar que los conceptos mencionados capturan y caracterizan mejor las variaciones y diferencias en las reacciones de los gobiernos de Latinoamérica en el conflicto de Ucrania que el concepto de no alineamiento activo. Este concepto fue introducido por Carlos Fortin, Jorge Heine y Carlos Ominami, tres conocidos intelectuales chilenos con carreras en la política, el mundo académico y el servicio diplomático, en el contexto de las crecientes tensiones entre China y Estados Unidos. Posteriormente, los autores se esforzaron por difundir y popularizar el concepto y aplicarlo a crisis actuales, como el conflicto de Ucrania o el conflicto entre Israel y Hamás en la Franja de Gaza.

Las consideraciones básicas que subyacen al concepto son muy sencillas, pero están sobrecargadas de simbolismo: en el conflicto entre EEUU y China, los gobiernos latinoamericanos no deberían tomar partido, sino guiarse exclusivamente por sus intereses nacionales y aprovechar la competencia entre las dos superpotencias. Para sus proponentes el no alineamiento no implica abstenerse de emitir una opinión y es perfectamente compatible con tomar una posición (crítica o de apoyo) de las decisiones adoptadas por cualquiera de las grandes potencias. Por eso lo llaman no alineamiento ‘activo’. El posicionamiento se basa en convicciones y viene determinado principalmente por los intereses nacionales. Esta línea de razonamiento no es muy convincente. Decidir de caso en caso y de un tema a otro no es un no alineamiento activo, sino un alineamiento selectivo o un alineamiento múltiple como los políticos de India lo definen. Esta descripción no es tan grandilocuente como el no alineamiento activo, pero se ajusta más a la realidad.

Para los autores del no alineamiento activo los gobiernos latinoamericanos deben articular una posición común frente a los desafíos globales. Pero tal postura no tiene en cuenta las diferentes posiciones internacionales, los intereses divergentes en la política exterior y las diferentes dependencias de los países latinoamericanos. Además, implicaría un alineamiento permanente de las políticas exteriores de los gobiernos latinoamericanos y, por lo tanto, contradiría una política de no alineamiento activo desde la perspectiva de los Estados individuales.

Lo que resulta desconcertante es la falta de integración de este concepto en debates teórico-conceptuales más amplios en el ámbito de las relaciones internacionales, así como el insuficiente conocimiento y compromiso con los debates en otras regiones del Sur Global (especialmente Asia) y los conceptos analíticos desarrollados en ellas. Lo que atestigua un cierto parroquialismo latinoamericano por parte de los defensores de este enfoque. Otra deficiencia del concepto de no alineamiento activo es que combina un enfoque analítico con una postura normativa para exigir y justificar un reposicionamiento de América Latina en la política internacional.

Por último, los voceros del concepto de no alineamiento activo revelan una visión del mundo muy simplificada y distorsionada que no diferencia suficientemente los intereses y la orientación de la política exterior de los países del Sur Global. Argumentan que la principal división en el mundo actual es entre el Norte Global y el Sur Global, entre Occidente y el resto. Esta visión del mundo contrasta con otra, según la cual el orden internacional se caracteriza por dos clivajes, uno entre el Occidente Global y el Oriente Global, y otro entre ambos y el Sur Global, que es visto como bastante heterogéneo y diverso en cuanto a recursos, configuraciones de poder, regímenes políticos, modelos económicos y sociales, valores y culturas. Para entender cómo los gobiernos latinoamericanos navegan por este mundo multipolar cada vez más complejo y conflictivo requiere conceptos que hagan justicia a esta complejidad y tengan en cuenta tanto la multipolaridad como las desigualdades estructurales persistentes en la política internacional entre el centro (o los centros) y la periferia.


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