Jeronimo Giorgi/Latinoamérica21
Uruguay vive la principal crisis política desde la restauración de la democracia en 1985, y el desencadenante es tan escandaloso que para el sereno y ordenado país suena casi que a ficción. De momento han renunciado dos de los principales ministros del gobierno, dos subsecretarios y el principal asesor del presidente. Con esto, sin embargo, no se finiquita el tema, como ha intentado el mandatario, sino que comienza un largo camino legal que puede llevar al país a vaya a saber dónde.
La bomba detonó con la difusión de audios en los que el ahora ex canciller le sugería a su subsecretaría que perdiera su teléfono para ocultar a la fiscalía sus comunicaciones con el subsecretario del ministerio del Interior. Y es que la información guardada en el teléfono demostraba que todos los jerarcas vinculados a la entrega exprés del pasaporte al narco uruguayo Sebastián Marset, detenido en Dubái, sabían de quién se trataba.
A pesar de ello, las autoridades uruguayas entregaron el documento en un tiempo récord. Esto no permitió al gobierno de Paraguay, quien estaba tramitando la orden de captura internacional entre otras causas por el asesinato del principal fiscal antimafia paraguayo en Colombia, emitir la orden a tiempo. Y así, el narco, con su flamante pasaporte, pudo abandonar Emiratos Árabes y esfumarse en la clandestinidad.
El enorme impacto del audio es que desmanteló el principal argumento que los jerarcas involucrados venían manejando hace más de un año para justificar la entrega del pasaporte. El 22 de agosto de 2022, mientras eran interpelados por la oposición por la emisión del documento, el entonces canciller afirmó ante el Parlamento que, en noviembre de 2021, cuando se entregó el pasaporte, “nadie sabía quién era Marset”.
Con los audios se hicieron públicas también las comunicaciones en las que el subsecretario del Ministerio Interior le comentaba por WhatsApp a la ex subsecretaria de Cancillería que se trataba de “un narco peligroso y pesado y sería terrible que quedara libre”. Además, en declaración ante fiscalía, la ex vicecanciller afirmó que el principal asesor del presidente le dijo que destruyó el informe con las comunicaciones entre los jerarcas, un documento que era parte de un expediente de cancillería, a pesar de que el primer mandatario lo haya negado ante la prensa.
Cuando estalló el escándalo, el presidente se encontraba de gira por Estados Unidos. El canciller renunció inmediatamente y ni bien el mandatario puso un pie en el país, aceptó la renuncia de los otros tres jerarcas. En la ansiada conferencia de prensa del presidente, que el país llevaba 3 días esperando y que duró 16 minutos, incluidas las respuestas a las únicas 4 preguntas que se permitió realizar a la prensa, Lacalle Pou, en lugar de aclarar las dudas, concluyó que el caso estaba en manos de la justicia pero que el pasaporte había sido emitido legalmente.
Tras la desarticulación del argumento de que nadie sabía quién era el narco, la idea de que el pasaporte fue emitido correctamente pasó a ser la principal narrativa para justificar su entrega. Y con el pasar de las horas, uno a uno los líderes de los diferentes partidos de la coalición oficialista, que en un inicio habían mostrado preocupación y, en algún caso, evidente malestar con los audios, fueron abrazando este nuevo argumento que se ha convertido en el escudo del gobierno.
Según el presidente, el gobierno no tenía otra salida que entregar el pasaporte de acuerdo a la normativa activada durante la administración de José Mujica. Sin embargo, si bien esta normativa permitía emitir el documento, el decreto también establecía alternativas. Una de ellas, por ejemplo, es que en lugar de emitir el pasaporte se enviara un documento que permitiera al ciudadano realizar un viaje de regreso a Uruguay. Otra alternativa es que ante casos excepcionales –evidentemente este era uno de ellos– la entrega quede a discrecionalidad de las autoridades.
Por lo tanto, a diferencia de lo que afirma el presidente Lacalle Pou, el gobierno no “tenía” que emitir el pasaporte, “podía” emitirlo, y eso hizo a sabiendas de que se lo estaba entregando a “un narco peligroso y pesado”, según el propio ex subsecretaria del Ministerio del Interior.
Los hechos son dramáticos, pero hay más. La reunión para definir si presentar o no las comunicaciones en la interpelación fue convocada por el propio presidente a través de su asesor. Y la indicación fue que los convocados ingresaran a la Torre Ejecutiva por el garaje del edificio. El encuentro se realizó a metros del despacho del presidente. Y este incluso estuvo presente, aunque no está claro si pasó dos, cinco o diez minutos.
Aún hay muchas cosas que no han sido explicadas en este complicado y delicado asunto. Si no hubo ilegalidad, ¿por qué algunos de los principales jerarcas del gobierno, tres de ellos amigos personales del presidente, se enredaron en tantas contradicciones llegando a destruir información? Como dice el presidente, el tema está en manos de la justicia.
Pero a falta de esclarecimiento y teniendo en cuenta que estamos hablando de un peligroso y poderoso narcotraficante, las dudas sobre si esto es el reflejo de un acto de corrupción o, peor aún, de infiltramiento del narcotráfico en el Estado uruguayo, no parecen injustificadas. Sobre todo, teniendo en cuenta que ya antes del actual gobierno han ido surgiendo casos sospechosos de vínculos entre el narcotráfico y funcionarios del Estado.
A pesar de todo, la gobernabilidad del país, de momento, no está en juego. A un año de las próximas elecciones, los socios de la coalición han decidido cerrar filas detrás del presidente y la oposición ha optado, hasta ahora, por la moderación. La idea de un juicio político al presidente apenas se menciona y todos parecen coincidir en que será la justicia quien dirima.
Este escándalo, si bien es el más grave, no es el primero del gobierno. Para dimensionar el asunto, en lo que va de gestión han renunciado o han sido removidos 15 ministros y 7 por mala gestión, el mayor recambio por cuestionamientos desde el retorno a la democracia. Además, han sido sustituidos subsecretarios y numerosos cargos técnicos, entre ellos toda la cúpula de la policía.
Pero es el caso que se centra en el ex jefe de seguridad del presidente, el caso Astesiano, acusado, entre otras cosas, de gestionar pasaportes uruguayos a ciudadanos rusos con documentos de identidad falsos, y que también se encuentra en la justicia, el que hasta ahora vinculaba al presidente, de una u otra manera, a más escándalos. Entre ellos, el delito de abuso de funciones en la utilización de canales oficiales para averiguar el destino de un viaje de su propia esposa luego de haberse separado.
Esta sucesión de hechos ha llevado al oficialismo a desarrollar otro argumento, el de las malas compañías. Una idea en forma de coraza que busca blindar al presidente de su entorno, culpabilizando únicamente a los involucrados directos en las escuchas y mensajes en los diferentes casos. A esta altura, sin embargo, ya se hace difícil creer que el mandatario está rodeado y parece más bien ser el mismo centro de la cuestión. Pero esto lo decidirá la justicia. Lo que sí está claro es que, por más sereno y ordenado, Uruguay no es una isla.
Jeronimo Giorgi, fundador y director de Latinoamérica21