Fabián Bosoer / Latinoamérica21
No es sólo la democracia frente a la dictadura lo que se dirime en la crisis venezolana. Son las derivas de la región como teatro de la competencia entre las grandes potencias o como países y gobiernos capaces de actuar en conjunto.
La deriva dictatorial en Venezuela, enfrentada a una persistente movilización ciudadana que reclama democracia, pone a prueba los límites de la injerencia y la no injerencia externa y la capacidad del entorno regional de incidir en un conflicto con implicancias geopolíticas que amenaza la paz y la estabilidad de la región.
En Venezuela se produjo un fraude electoral escandaloso que parece haber sido prohijado por el régimen venezolano para justificar un endurecimiento represivo y una onda expansiva a escala regional y hemisférica en la que amparar su continuidad en el poder. El libro de José Natanson “Venezuela. Ensayo sobre la descomposición” (Debate, 2024) ayuda a entender los contenidos y el trasfondo de esta crisis sin salida a la vista.
La polarización ideológica además tienta a las narrativas que agitan los fuegos: unos hablan de la lucha contra el comunismo y el socialismo, otros de la lucha contra el fascismo y el imperialismo. La recreación de una nueva Guerra Fría nos transporta a otros tiempos: corremos el calendario 60 años atrás y tenemos al dictador Maduro como una suerte de reencarnación de Fidel Castro, a China y Rusia operando directa o indirectamente en el subcontinente americano y a EE.UU. que observa expectante.
En esa narrativa, como ocurriera entonces, la invocación a la democracia queda cautiva de quienes están jugando otra clase de juego: el juego de la revolución y la contrarrevolución, de la anarquía o el orden impuestos por la fuerza.
Hace veinte años, el libro de Thomas Barnett «El Nuevo Mapa del Pentágono. Paz y Guerra en el siglo XXI» (2004) mostraba un mundo dividido en dos grandes áreas: el «núcleo» y la «zona no integrada». El «núcleo» gozaría de los beneficios del sistema: comercio, comunicaciones, transporte y transacciones monetarias fluidas. La zona «no integrada» está desacoplada del sistema, y vive sumida en el caos y la inestabilidad.
En esta zona de inestabilidad se encontrarían los países del norte de Sudamérica y la cuenca del Caribe con un epicentro: Venezuela. Un mapa que recrea aquellos de los padres de la geopolítica occidental del siglo XX -un “corazón central” o área pivote y anillos periféricos, terrestres y marítimos, donde se desarrollan las disputas entre las potencias por la supremacía-, y que como en espejo simétrico, parecen haber adoptado en Beijing y Moscú para situar a Latinoamérica en la nueva geopolítica global.
La Comisión de Política Exterior del Congreso de Estados Unidos acaba de presentar su informe sobre la Estrategia Nacional de Defensa del país. Nuestra región es una de las menos mencionadas y se la identifica expresamente como “teatro de la competencia entre las grandes potencias”. En este caso, el documento de 132 páginas del Congreso de los EE.UU. explicita que la región es espacio de disputa y subraya la necesidad de urgente preparación para múltiples escenarios de confrontación armada.
Hace 40 años, las transiciones del autoritarismo a la democracia en América Latina se vieron condicionadas por los estertores finales de la Guerra Fría: había que evitar que la pinza del conflicto Este-Oeste -en ese entonces focalizada en Centroamérica- estrangulara los procesos de salida de las dictaduras y democratización.
El proceso de integración tenía así también un propósito estratégico: que las democracias en cada país pudieran afianzarse en un entorno regional libre de conflictos armados y enfrentando con éxito las amenazas de regresión autoritaria. Ahora, se trata de evitar que el conflicto geopolítico global nos arrastre a recorrer el camino inverso, sin malla de contención y en un escenario regional fragmentado. Y Venezuela puede representar, en tal sentido, un verdadero punto de inflexión.
Texto publicado originalmente en Clarín