Miguel Ángel Martínez Meucci / Latinoamérica21
Alekséi Anatólievich Navalni fue, de uno u otro modo, asesinado por el régimen de Vladimir Putin. Muchos pensaban que tenía los días contados, ya que desde hace años proliferaban los indicios de que las autoridades rusas pretendían acabar con su vida. A tan solo un mes de las próximas elecciones presidenciales en Rusia, Navalni comenzaba su cuarto año consecutivo en prisión. Y su caso podía hacerse aún más incómodo. Este hecho terrible necesariamente nos llama a reflexión.
Un opositor persistente
Navalni dedicó su trayectoria pública a cuestionar al régimen de Putin (y al breve interregno de Dmitri Medvédev) mediante las redes sociales. Su fuerza se desató al convertirse en un bloguero extremadamente popular que denunciaba la corrupción de los altos jerarcas de la autocracia rusa. Su carrera política comenzó tempranamente. Durante ocho años (1999-2007), tras haber culminado sus estudios universitarios en finanzas, Navalni trabajó en el partido Я́блоко (‘manzana’), de orientación liberal. Aunque compartía esencialmente el ideario del partido, su nacionalismo y vehemente oposición a la inmigración lo llevaron a apartarse de dicha organización.
En diciembre de 2011 fue arrestado durante dos semanas, tras congregar a varias decenas de miles de seguidores que protestaron por las irregularidades cometidas en las elecciones legislativas celebradas ese mismo mes. Para entonces ya había creado la Fundación Anticorrupción, desde la que elaboró varios libros y documentales. Con ellos acusó a Medvédev, considerado por muchos como un títere de Putin que fungió como presidente de la Federación Rusa entre 2008 y 2012. Navalni no sólo fue encarcelado en nuevas oportunidades, sino que también comenzó a sufrir agresiones físicas. A mediados de 2019, tras pasar por la cárcel, denunció un primer intento de envenenamiento al experimentar extrañas reacciones en la piel.
Sacrificio por una causa
Estas graves advertencias, sin embargo, no lograron detener al disidente, quien continuó con su labor. Un año después, el 20 de agosto de 2020, el avión de pasajeros en el que viajaba hacia Moscú tuvo que aterrizar de emergencia ante los preocupantes síntomas que súbitamente presentó Navalni. De inmediato, los gobiernos de París y Berlín solicitaron la posibilidad de darle acogida. Moscú accedió y al día siguiente fue llevado hasta un hospital de la capital alemana, donde efectivamente se determinó que había sido envenenado.
Pero será un hecho insólito el que definirá su destino, así como el sentido de su vida entera: cinco meses después, el 17 de enero de 2021, Navalni regresa con su esposa a Rusia, a pesar de que las autoridades de dicho país le advirtieran públicamente que lo capturarían apenas descendiera del avión. A pesar de las protestas que tuvieron lugar pocos días después en más de un centenar de ciudades rusas, Navalni fue llevado de un centro penitenciario a otro. Mientras tanto se determinaba judicialmente, de modo harto previsible, su culpabilidad por los cargos que se le imputaron.
Las condiciones de su cautiverio fueron empeorando de modo progresivo. Aislamiento, mala alimentación, privación del sueño, frío extremo y otras formas de castigo propiciaron sus huelgas de hambre. Finalmente, en diciembre de 2023 lo trasladaron a una colonia penal ubicada en la remota y helada localidad de Kharp, donde falleció la semana pasada.
Finitud y sentido de la vida
Con su muerte, Navalni nos obliga a pensar en el sentido de la vida. Todos sabemos que vamos a morir, aunque rara vez sepamos cuándo y cómo. Exceptuando las situaciones más extremas, el carácter mediato e imprevisible de la muerte suele alejarla de nuestros pensamientos cotidianos. Empero, para el ser humano, vivir no es simplemente existir. Lo característico del vivir humano es la posibilidad de elegir; es el desafío y la obligación de construir una historia personal dotada de algún sentido, en el marco de las limitaciones que nos impone la realidad. En consecuencia, es nuestra común mortalidad la que nos impulsa a indagar por el sentido de nuestras vidas.
En tanto la vida se compone de acciones, el sentido que damos a éstas suele ir configurando el de nuestra vida en general. Pero las acciones no poseen un sentido intrínseco. Mediante la facultad del juicio se lo vamos otorgando en dos planos que pudiéramos denominar como dialógicos. Uno es el plano colectivo, donde la comunidad juzga el valor de la acción del individuo, mientras que el otro es el plano del individuo, quien en diálogo consigo mismo juzga el valor de sus propias acciones. En uno y otro caso, el sentido de la acción viene usualmente determinado por el valor que le adjudicamos a esta, en donde el término valor asume su doble acepción de utilidad y de valentía.
Trascendencia de una decisión
Quien actúa siempre en función del juicio colectivo tiende a acomodarse al orden vigente y reforzarlo. Quien en cambio procura comportarse conforme a su propia conciencia no sólo se conquista a sí mismo, sino que ejerce y reafirma la consciencia de su existencia individual para convertirla así en una vida plenamente humana. Por eso suele asumirse que la acción desarrollada conforme a la propia conciencia requiere un gran valor. Por eso decía también Sócrates que una vida sin examen no merece ser vivida. A veces, no obstante, la conciencia puede dictar imperativos tan exigentes que ponen en riesgo la vida misma, tal como ha sucedido con Navalni.
Jorge Luis Borges, en uno de sus relatos de El Aleph, escribió que «cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad “de un solo momento”: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Para Navalni, ese momento posiblemente llegó cuando decidió volver a Rusia a principios de 2021. Tal decisión conmociona a quien la conoce, por la serenidad y el carácter casi suicida con el que se aproximó a ese destino trágico, así como también por la pregunta acerca de su utilidad. El enorme valor requerido para dar ese paso es incuestionable, entendiendo aquí valor como valentía, pero ¿podemos decir que el sacrificio fue útil, que valió la pena? En términos políticos, ¿cuáles fueron los resultados concretos que esta decisión logró propiciar?
El ejemplo que queda
En una era de hiperconectividad como la actual, las dictaduras han sustituido las masacres colectivas por el castigo a los individuos más ejemplares. Esta iniciativa resulta cruelmente eficaz mientras las acciones de dichos individuos no despierten una reacción efectiva de la sociedad contra el sistema autoritario. Lo usual, sin embargo, es que el peso de lo que Étienne de la Boétie llamó la servidumbre voluntaria se imponga, por desgracia, sobre todo lo demás.
Ahora bien, incluso cuando eso pasa, el valor de personas como Navalni no deja de interpelarnos en profundidad. Decisiones como la suya provienen de la necesidad personal de que las propias acciones estén a la altura de los compromisos éticos que uno mismo se impone. En otras palabras, Navalni no se defraudó a sí mismo. En ese apego a su conciencia radica la ejemplaridad y valor de sus acciones, así como el sentido último de su vida. Por otro lado, sólo Dios sabe cuántas conciencias se encenderán con la chispa de su determinación, o hasta dónde llegarán las consecuencias directas o indirectas de su ejemplo. Todos sabemos que sin personas como Navalni, la libertad no sería hoy más que una quimera. De nosotros depende que dicha posibilidad no termine consumándose en la realidad.
*Texto originalmente publicado no Diálogo Político
Miguel Ángel Martínez Meucci es Profesor de Estudios Políticos. Consultor y analista para diversas organizaciones. Doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación por la Universidad Complutense de Madrid